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El Negocio del Terror

Los atentados terroristas del 11 de Septiembre del 2001 generaron un costo económico directo. Además del horror y tragedia para las familias de cerca de 3,000 personas que perdieron la vida, el costo de la caída de las Torres Gemelas y los otros edificios que constituían el Word Trade Center de Nueva York fue de unos $1.5 mil millones de dólares que por el complejo de oficinas de 13.4 millones de píes cuadrados.

Pocos meses después, The New York Times publicó un estimado del impacto económico en toda la zona sur Manhattan y la cifra era un poco menor a los $3 mil millones de dólares a consecuencia de 143,000 empleos perdidos en el distrito financiero de la isla.

Otras fuentes llegaron a la cifra de $40 mil millones, considerando los costos para las empresas aseguradoras en el proceso de reconstrucción.

Por supuesto medir el impacto en dinero parece inútil. Incluso ridículo. El ataque diseñado por Osama Bin Laden (que costó un puñado de dólares), cambió al mundo y provocó la llamada “War on Terror”, para la cual los contribuyentes de este país han tenido que pagar alrededor de $1.7 millones de millones de dólares.

Y a pesar de esa brutal suma de dinero (que incluye los costos de las invasiones a Iraq y Afganistán durante el gobierno de Bush hijo), el impacto económico que siguió al infame 9/11 es muchísimo mayor.

Siendo desde siempre Estados Unidos el país que más dinero gasta en su aparato militar, el nuevo mundo en el que el gran enemigo ya no es necesariamente otro Estado sino puede serlo un pequeño grupo de extremistas armados con casi nada, ha sido acompañado de un incremento del presupuesto militar, de unos 250 mil millones de dólares anuales durante la década de los 90s, a más de 500 mil millones anuales en la década siguiente y más de 600 mil millones anuales en la actual.

Por supuesto que detrás de cada arma, de cada soldado, de cada drone, hay empresas que ofrecen equipo, entrenamiento, tecnologías para tratar de detener y/o eliminar a los terroristas. La guerra como negocio. Un negocio de enormes proporciones.

Un negocio que ahora –Paris, San Bernandino, y un muy amplio etcétera, encuentra un nuevo aliento para expandirse y prosperar.

En la misma lógica enferma que impuso al fundador de Al Queda –asesinar personas inocentes para pretender demostrar que el gigante tiene píes de barro–, los más recientes ataques terroristas significan también grandes oportunidades de negocios para quienes viven de la gran industria del terror. Desde los principales fabricantes de armas, casualmente los cinco países que controlan el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, hasta los políticos y gobiernos que han sabido lucrar con el miedo de la gente. Y, por supuesto que los propios terroristas –ISIS siendo un ejemplo perfecto, también lucran.

En la misma dinámica que Bill Clinton cuando decidió bombardear Afganistán durante su primer mandato: utilizando bombas de $50,000 dólares para destruir chozas de $100 dólares, hoy que la Guerra contra el Terror parece haber llegado a casa, los extremistas desde la derecha ofrecen nuevas (y potencialmente más lucrativas) “soluciones”.

Como el más reciente disparate del más popular aspirante republicano a la Casa Blanca, Donald Trump, quién promete impedir el acceso a Estados Unidos toda aquella persona que profese la religión del Islam.

Si lo logra. Esto es, si es capaz de crear una maquinaria de propaganda de odio y movilización de un terrorismo de Estado dirigida a más de mil millones de personas que rezan ante un dios distinto a Jesucristo, la magnitud del negocio sería verdaderamente de dimensiones incalculables.

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