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Lunes 1 de junio de 2020

La fecha del "regreso a la normalidad" cambia de país a país, de ciudad a ciudad. En todos los casos, llegará, aunque sea una especia de placebo. Un dilema casi existencial, sobre el real significado de "normal".

Lunes 1 de junio, 2020, Ciudad de México. — Con cautela y cierta ansiedad, volvemos a la calle. El sol se asoma en el horizonte a las 6:59. El pronóstico del clima es de 13 grados Celsius para la madrugada y 26, para la hora de más calor.

Luego de 10 semanas de cuarentena, salimos de nuestro encierro con la sensación –“esperanza” podríamos llamarle–, de que ya nada volverá a ser igual. En menos de medio año un nuevo virus invisible para el ojo humano, arrasó con el viejo mundo. Como en Europa y Estados Unidos, en México dejamos de hacerle demasiado caso a las cifras de infectados y muertos poco después del inicio de la Fase 3.  Los números dejaron de ser la noticia, cuando fueron sustituidos por la crónica del sufrimiento.

La fuerza del miedo –pues ese fue el motor central de la estrategia del “autoaislamiento” y la “sana distancia” –, evitó que el costo en vidas fuera muchísimo mayor. En la crisis de 102 años atrás –otro virus–, murió entre un 3 o 4 por ciento de la población mundial. Aún hoy que la nueva enfermedad hace estragos en los países más desprotegidos del planeta, es claro que la COVID-19 no alcanzará esos niveles.

–¡Buenos días! –, me dice Eduardo, el joven encargado del zaguán del edificio que llamo “mi casa”.

–¡Buenos! Finalmente, buenos días–, alcanzó a responder mientras la carcachita que me prestan en la oficina entra a la avenida.

Lo primero que veo es una fila particularmente larga de camionetas esperando turno frente a la escuela vecina. A las puertas, un rústico dispositivo “de seguridad” con guardias usando tapabocas y guantes de latex que agilizan la entrada de los niños que, me parecen más pálidos y con miradas de desconcierto de lo normal. Por alguna razón, el puesto de periódicos de la esquina se ve más raquítico que antes. El siempre próspero taller mecánico cercano, luce exactamente igual que siempre. Por unos instantes, tengo una sensación de alivio al toparme con el eterno embotellamiento del tráfico al llegar al primer cruce del semáforo.

“No lo parece, pero éste es un nuevo mundo” pienso mientras bajo el volumen del ruido mediático que me ha acompañado desde hace meses. Al hacerlo, puedo sentir la fragilidad de mi propio razonamiento. Históricamente las pandemias no son una novedad.

“Ya en el año 430 (a.c.) Atenas fue golpeada por una plaga que mató a dos terceras partes de sus residentes. A comienzos del 165, de nuestra era, la viruela aceleró la caída del imperio romano, provocando más destrucción que la que todos los ejércitos extranjeros jamás obtuvieron. Y en el siglo XIV, la peste negra arrasó Europa, eliminando a más de la mitad de la población, de acuerdo con estimados recientes” (Richard Hass/Foreign Affairs).

“Pero esta pandemia es la primera del mundo realmente globalizado” –me respondo, en lo que parece efecto colateral del encierro reciente.

En una megalópolis de 20 millones de habitantes siempre hay gente circulando. Por ello, hasta en los peores momentos de la emergencia, en la Ciudad de México hubo puntos de alta concentración de personas. Por ello, no me sorprende demasiado mirar el torrente de personas saliendo de la terminal más próxima del metro. Tampoco, la vuelta de los vendedores ambulantes, limpiaparabrisas e indigentes.

“El aislamiento es un lujo”, nos recordó, en su momento, un médico especialista de la UNAM. Por ello, en un país donde la mayoría de la gente sobrevive en dentro de la llamada “economía informal”, la única otra gran arma que, como sociedad tuvimos para enfrentar al enemigo invisible fue el lavado constante de manos (por desgracia, otro lujo para muchas personas).

Al inicio de la tercera década del siglo XXI, en plena revolución de la ciencia y la tecnología, cuando los autos voladores y viajes a marte parecen proyectos viables, el aislamiento y la higiene básica fueron nuestras mejores defensas.

Llegando a la oficina, me topo con las mismas caras de los últimos años, escucho los mismos chistes. “Hay que trabajar una nota sobre el protocolo para los abrazos seguros”, anoto mentalmente.

Sin duda, el golpe fue brutal. En Nueva York el nuevo virus mató siete veces más personas que Osama Bin Laden con sus avionazos del 9/11. En Italia y España, fue una maldición para los viejos y los enfermos, que son muchos en aquella parte del mundo. En todos lados dejo en descubierto la miseria de los sistemas de salud, públicos y privados. Globalmente, el costo económico que dejará la crisis del SARs-CoV-2 superará ampliamente el daño que dejó la Gran Depresión del siglo pasado.

Para México, para nosotros, al tsunami viral parece haber arrasado también con buena parte del viejo orden. Bueno, con algunas excepciones, como la cuota sangrienta diaria del crimen organizado, la brutal inequidad de un orden económico con 40 años de raquítico crecimiento, o la mezquindad endémica en la disputa por el poder político.

Por supuesto, por ser el primer día de vuelta a clase de más de 30 millones de niños y jóvenes y regreso al trabajo formal de quienes conformamos la economía formal, la primera jornada post confinamiento podría describirse de muchas maneras, pero de ninguna manera como “productiva”. 

Lunes 1 de junio, o 3 de julio o de agosto, en el fondo da lo mismo. El regreso a la normalidad será, finalmente, un placebo. Un intento del viejo sistema de cambiar la narrativa. Pronto vendrán las notas que quieran convencernos de que “la pobreza mata más”, “la violencia criminal”, “la obesidad” “accidentes de tránsito” o alguna otra razón.

A más de un mes de la fecha prometida para el fin del encierro, además de reconocer en mí, en todos, esa sensación de vulnerabilidad que puede generarnos un organismo microscópico, creo que otra de mis grandes lecciones fue cuando el doctor Ponce cerró una conferencia de prensa virtual con la reflexión de que, a diferencia del universo de Saramago y su ensayo sobre la ceguera, en nuestra historia no se trata de que un buen día todos recuperamos la capacidad de ver.

El lunes 1 de junio llegará. Eso es lo seguro. Que regresemos al mundo “de antes”, eso quién lo sabe.

Aunque los especialistas en la formación de hábitos hablan de tres semanas como el periodo de incubación de “nuevas rutinas”, al menos en el ámbito laboral estamos hablando de toda una cultura: la burocrática. Los rituales de “la oficina”, los chismes-intrigas, la “juntitis” como padecimiento crónico, el papeleo ad nauseam, como leit motiv.

Ojalá que las indudables ventajas del home-office y del uso de las nuevas tecnologías no terminen por hundirse ante el peso de las viejas rutinas del mundo anterior. Al menos no, en el campo de la educación.

Tras un amplio corolario de lugares comunes y buenos deseos, y muchísima retórica sobre el enorme dolor que nos genera la ausencia de quienes se llevó la nueva enfermedad, creo que llegaré al final de mi primer día de la nueva era –ese 1 de junio que viene la puesta del sol ocurrirá a las 8:12 pm, aunque la luna, de cuarto menguante se asomará horas antes–, con una vaga sensación de deja vu.

De vuelta al tráfico y la contaminación de la ciudad en que nací. Manejo convencido de que “nada volverá a ser igual”. En el camino recuerdo una noche de octubre del 2001, en Washington D.C.: un viejo periodista ruso me cuenta que después de Chernóbil, ellos también pensaron que nada volverá a ser igual y que así pasaría con el 9/11. También me acuerdo de las fiestas por el cambio de milenio. Y del asesinato de Colosio, y del temblor del 85. Y la caída del muro de Berlín. Y la elección del primer presidente negro en Estados Unidos.

“Nada volverá a ser igual que antes”. Ajá.

Ya en casa, particularmente cansado, destapo una botella de Merlot y preparo unas quesadillas. Con profunda sabiduría, me digo a mi mismo que “mañana será otro día; el segundo de la nueva era”. Y que el virus seguirá ahí. Sin cura, acechando desde cualquier saludo, desde cualquier objeto. Mortal.

 

 

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