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Narcotráfico y poder político: oportunidad

Si algo debiéramos entender a casi medio siglo que el presidente Richard Nixon declaró la “guerra a las drogas” es que ésta ha servido para empujar la agenda de “seguridad nacional” de Estados Unidos y con demasiada frecuencia como una excusa de la CIA, la DEA y otras agencias de inteligencia para justificar su intervención en otros países, así como una buena cantidad de actividades criminales.

Las evidencias son numerosas: Los escándalos que llevaron a la caída del presidente Samper en Colombia, la invasión y encarcelamiento del presidente Noriega en Panamá, el complot para traficar armas a Nicaragua e Irán a cambió de cocaína sudamericana, la fractura a la élite política en Cuba (el caso del fusilamiento del general Arnaldo Ochoa), entre otras.

Bandera con enorme carga ideológica, el combate al narco sustituyó a la cruzada anticomunista de la Guerra Fría y precede a la actual retórica contra el terrorismo. Además de la corrupción, ello explica la buena cantidad de alianzas entre los capos de la droga y jefes policiacos y los niveles de protección “al más alto nivel” que pudieron obtener.

En México, uno de lo casos más notorios ha sido el drama de los años 80´s que llevó al asesinato de Kiki Camarena, agente antidrogas estadounidense. Y aunque cada día hay más señales que apuntan hacia el involucramiento en ese caso de la propia Agencia Central de Inteligencia y su indudable complicidad con la Dirección Federal de Investigaciones, la policía política mexicana, esa historia marcó al país.

Del supuesto control del Estado sobre sus grupos delincuenciales, pronto –a la par del boom de la cocaína de los 90´s–, los comandantes tomaron el control. Los primeros ríos en fluir fueron de dinero; luego, de sangre.

México se fue descomponiendo. Y, porqué no, de arriba hacia abajo: El cuñado de un presidente (Echeverría) como cómplice; el hermano de otro (Salinas) como socio; un hijo de uno más (De la Madrid) como prestanombres de un narco-banco. Siempre mezclada con la disputa por el poder político, con pruebas o sin ellas las acusaciones alcanzaron a jefes políticos (Bartlett, Beltrones), a gobernadores (Villanueva, Herrera, Yarrington), a generales, condecorados jefes policíacos; la lista es realmente enorme. Incluye, por supuesto, al expedito desplazamiento de miles y miles de soldados del cuartel al cartel.

En apenas una o dos generaciones la confianza y el tejido social se colapsaron. De ahí al guachicol, las autodefensas y los cientos de miles de muertos, la ruta era casi natural.

La oportunidad. En 1979, el momento de mayor penetración de las drogas ilícitas en presencia de Estados Unidos, había poco más de 25 millones de consumidores. En 2019 se estima alrededor de 27 millones. Con el agravante del boom de la heroína y la epidemia de opiáceos en los suburbios de clase-media. Por ello el eje de las políticas públicas sobre el tema, está en la salud pública y no en la persecución. Por ello –y porque ahora Estados Unidos es el principal productor del mundo–, la gran ola pro-legalización de la marihuana.

Reconociendo que sin corrupción e impunidad el crimen organizado no puede prosperar, y mucho menos gobernar, para México el inicio de un nuevo ciclo político podría ser ideal para tomar distancia del juego perverso de la seguridad nacional del imperio del norte – dividir para vencer y armar aliados para luego perseguirlos como enemigos. De la recomposición del poder político, debería surgir la fortaleza institucional y apoyo social indispensables para el regreso de la paz.

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