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El “México bronco” está muy despierto

 

César Romero

 

Sin duda, las palabras pesan. 

 

“México bárbaro”.

 

 “México Bronco”.

 

“Estado fallido”.

 

“Narco Estado”.

 

“Narco terrorismo”.

 

La violencia y la muerte han sido factores centrales de la historia nacional. Podríamos comenzar con los sacrificios humanos que apuntalaban la fe y el poderío de nuestros venerables antepasados. También por el exterminio que acompañó a La Conquista y que, por saña o enfermedad, redujo en más de un 80 por ciento la población indígena de la Nueva España. O los ríos de sangre generados durante La Revolución Mexicana que costaron más de 1.5 millones de vidas humanas.

 

Ahora toca contar Salamanca.

 

Y los 100 mil muertos de López Obrador (y sumando).

 

Me queda claro que no es (solamente) un tema de gobierno. Los muertos no fueron de Calderón, ni lo son del actual gobierno. Ni siquiera de la avaricia y perversidad de las organizaciones criminales o los mercaderes del caos.  La violencia desbordada que hoy también padecemos no puede explicarse a partir de un factor único y solitario.

 

El desmoronamiento del miedo social –pilar del monopolio de la violencia legítima–, el imperio de la impunidad y la corrupción, el indiscriminado acceso a todo tipo de armamento, los propios fracasos, frustraciones y pasiones de la vida, así como la transición de la añeja moralidad hacia nuevos modelos aún muy poco definidos, son parte de esa especie de cocktail que nos define como especie: homo homini lupus. Y así ha sido, desde los tiempos de Caín a los de el bombazo de Salamanca, allá donde la vida no vale nada.

 

Más allá de los slogans de propaganda política –“abrazos y no balazos”, “no vine a ganar la guerra, sino a ganar la paz” –, resulta más o menos obvio que la violencia no puede ser el remedio para la violencia y que los problemas estructurales de la sociedad mexicana requieren salidas estructurales, las cuales nunca son mágicas o inmediatas.  Y, sobre todo, poco tienen que ver con el peso de la etiqueta de narco-terrorismo que, potencialmente, podría dar un nuevo vuelco a la realidad.

 

Reconstruir el tejido social, generar oportunidades, conquistar un Estado de Derecho son fórmulas correctas, pero ninguna de ellas se consigue por decreto presidencial. Frenar la violencia es un tema de todas y todos. El hecho que la mitad de los países del mundo tengan tasas de homicidio menores al nuestro, demuestran que sí es posible mejorar.

 

Dice la leyenda que aquel sábado 31 de mayo de 1913, ya a bordo del Ipiranga, el barco alemán que lo llevaría a su exilio francés, Porfirio Díaz, principal constructor del Estado en México y mejor representante de autoridad política suprema, dijo aquello de “Adiós Patria querida, no vayan a despertar al México bronco”.

 

Y por supuesto que lo despertamos. Consecuencia de una feroz disputa en nombre del sufragio efectivo y la no reelección, de una turbulenta renovación de las elites y algunos avances sociales, la Revolución Mexicana se vivió como “La bola”, un torbellino de violencia, caos y muerte que destrozó al país y costó la vida a una décima parte de la población. Por cierto, aquellas revueltas fueron muchas veces más letales que las modernas olas de ingobernabilidad nacional. En otras palabras: también podemos estar peor.

 

La diferencia entre aquel momento y el actual está en las palabras que usamos para definirlo y su peso específico para etiquetar la realidad.

 

Cuando, el 6 de septiembre de 2006, un grupo de 20 narcotraficantes entraron a una discoteca de Uruapan –a escasos 200 kilómetros de Salamanca—, para arrojar sobre la pista de baila las cabezas decapitadas de 5 personas, la era del narcoterrorismo comenzaba.

 

Al mismo tiempo que, en el otro lado del mundo ISIS utilizaba los videos de sus decapitaciones como propaganda de reclutamiento, los carteles mexicanos –sobre todo el que tenía una amplísima presencia de exmilitares, Los Zetas–, también presumían sus actos de barbarie. Su lógica profunda dejó de ser la de un negocio, para transformarse en algo más siniestro.

 

Dos años y una semana después, la explosión de granadas durante la celebración popular de las Fiestas Patrias en la plaza principal de Morelia volvió a convocar el término “narco terrorismo” al centro del escenario mexicano.

 

Acusado de encabezar un “Estado fallido” por las mismas voces que hoy aseguran que el narcotráfico controla un tercio del territorio nacional, el gobierno mexicano hizo todo lo posible –incluso con la ayuda de los propios narcos–, por quitarse las etiquetas que obligarían a redefinir estrategias, a reacomodar los negocios del poder y colocaría al país en una situación de profunda debilidad internacional.

 

Ciertamente, ni en Washington, ni en los grandes capitales del dinero, ha habido una presión mayor para alinear la realidad mexicana con la lógica del terrorismo internacional. A pesar del propio Trump, el pragmatismo del “business as usual” se ha impuesto.

 

Hasta que llegaron los abrazos y los militares como “mil usos” del aparato gubernamental. La liberación de un hijo de El Chapo Guzmán, el arresto de un secretario de Defensa y un numero creciente de hechos de violencia extrema en amplias regiones del país. Y Salamanca, el estallido de una bomba entregada por mensajería que con “apenas” dos muertos, retrata al país como un Chicago en tiempos de Al Capone, como a un sistema incompetente con una sociedad rehén y a la vez sanguinaria pues –nos dirán—, los malos “también son pueblo”.

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