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Gigante con píes de barro

 

 

 

Ya en maniobras previas al aterrizaje en el Orlando International, el avión sobrevoló por unos momentos Disney World. Incluso desde el aire sus seis parques son deslumbrantes. Una especie de oasis multicolor rodeado del verde intenso de 380 mil acres de pantano, manglar y bosque tropical.

 

Inevitable para quién, en calidad de adulto visitaba por primera vez el gran referente de diversión infantil del Sueño Americano, la premonición apocalíptica sobre lo que ocurriría si por alguna razón, entonces impensable, esa formidable maquinaria de entretenimiento tuviera que cerrar.

 

“Seguro que en unos cuántos meses la gran ola verde terminaría por devorárselo todo”. La hazaña de levantar esa pequeña ciudad de diversión de 30,000 acres a la mitad de la nada (el norte de Florida) y convertirlo en principal destino de convenciones y turismo de Estados Unidos, palidecía ante la fuerza suprema de la naturaleza.

 

Para la mayoría de quienes nacimos en la segunda mitad del siglo XX, la condición de este país como primera potencia global era más o menos indudable. Fueron ellos quienes ganaron las dos grandes guerras, su modelo económico fue el más exitoso del mundo, su maquinaria propagandística la más poderosa; fueron Neil Armstrong, el primero en pisar el suelo lunar.

 

Pero todo cambia. Hoy, en unas pocas semanas 30 millones de Americanos han perdido su trabajo y más de 1 millón de personas han sido infectadas por un nuevo virus contra el cual no se ha descubierto una cura. 60 mil estadounidenses han muerto a causa de la nueva enfermedad, prácticamente una cuarta parte del total en el mundo entero. “America first”, seguro.

 

“Cuál es la raza superior”

 

A consecuencia de la crisis del SAR-Covid-2 y según cifras oficiales, en Estados Unidos en los primeros cuatro meses del 2020 se ha infectado 1 de cada 300 personas. En contraste, en el país vecino del sur, según los datos del gobierno, se ha registrado 1 caso por cada 8 mil personas.

 

Por supuesto que la cifra parece engañosa. Y lo es. Mientras Estados Unidos ha realizado millones de pruebas de diagnóstico, México registra, casi únicamente, los casos graves que llegan al hospital.  No casualmente entre un 60 y 80 por ciento de quienes logran tener acceso a un respirador artificial, de cualquier manera, pierden la vida.

 

En todo caso, el contraste entre la retórica antimexicanos de la Administración Trump y su base ultranacionalista y de supuesta supremacía blanca, y las evidencias de la realidad, son claras y contundentes.  En los hechos, Estados Unidos ha sido el país que más ha pagado el precio más alto ante la pandemia provocada por una nueva mutación de un coronavirus, presumiblemente originario en el pangolín, un extraño animal parecido al armadillo, que se alimenta de hormigas y es altamente cotizado como platillo exótico en el sur de Asia.

 

Y aunque la retórica romántica sobre cómo en estos tiempos de crisis todos los países, todas las sociedades, deberíamos de unirnos –en sana distancia–, para juntos combatir “al enemigo invisible”, basta con respirar unos segundos con cierta calma para reconocer que la lucha por el poder y el liderazgo global es, si acaso, más enconada que nunca.

 

El viejo juego de los complots

 

Primero fue el propio Trump, negando los riesgos del “virus chino” y su maquinaria de propaganda negra que sembraron la “teoría” de que el virus fue fabricado en un laboratorio de la ciudad de Wuhan. Lo cual fue inmediatamente refutado por declaraciones de un alto funcionario del Partido Comunista Chino –también en el terreno de las especulaciones sin elementos de prueba–, que atribuía el origen del mortal virus a “fuerzas militares de Estados Unidos”.

 

En los hechos, la contundencia de los números –China ha dejado de generar nuevos casos y estabilizó su relación de enfermos y muertos en 85 mil y 4,500, respectivamente—y una intensa campaña de relaciones públicas en que la potencia asiática, se ocupa de enviar “ayuda” a muchos otros países, ha terminado por desplazar el supuesto liderazgo internacional de Estados Unidos.

 

Ni Italia, España, Francia, Alemania –algunos de los países más afectados en la primera ola de contagios–, han hecho eco al llamado del presiente de Estados Unidos a combatir la enfermedad con la ingesta de productos de limpieza elaborados a partir del uso de cloro.

 

Es cierto que poco después del shock de los ataques de Osama Bin Laden –quién con grupo de fanáticos armados de navajas rudimentarias pudo derrumbar las torres gemelas de Nueva York y estrellar otro avión de pasajeros contra el Pentágono–, las voces que alertaban el ocaso del “imperialismo yankee” comenzaron a obtener mayor atención pública.

 

Aunque la frase es de origen bíblico –“un ídolo de pies de barro” –, la versión moderna tan utilizada por el activismo radical de izquierda, “un gigante con pies de barro”, parece ser cada día más vigente.

 

El declive del imperio Americano es más evidente justo con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.  En un contexto en el que el Producto Interno Bruto (POIB) de la economía de Estados Unidos pasa a segundo lugar ante la vertiginosa expansión de China   -históricamente la principal potencia en innovación y tecnología de la humanidad–, deja bastante claro el sesgo defensivo de la proclama favorita del señor Trump, Make America Great, again.

 

El estrepitoso derrumbe de la burbuja financiera de los primeros tres años de su administración ha venido a acelerar la renuncia, desde el primer momento, del gobierno de Estados Unidos a ocupar el liderazgo mundial que mantuvo durante la mayor parte del siglo pasado. La xenofobia, el aislacionismo y su fijación en la construcción de muros, han generado quizás tanto daño como el propio COVID-19.

 

La vacuna no llegará pronto; al menos no durante este año, no de manera masiva. Los expertos insisten en que alrededor del 70 por ciento de la humanidad terminaremos por infectarnos, por lo cual la clave de las distintas estrategias oficiales son la de intentar ganar tiempo. Para así, de alguna manera, programar el flujo de pacientes dentro de los distintos sistemas de salud pública, hasta ahora casi todos insuficientes para atender la demanda de atención.

 

Los primeros cuatro meses de crisis mundial han girado en torno a dos planteamientos básicos, (1) el aislamiento social como el mejor recurso disponible para intentar evitar contagios y (2) la búsqueda más o menos desesperada de equipos de respiración artificial para intentar ayudar a quienes literalmente se están ahogando.

 

Por supuesto, la primera consecuencia del punto 1 ha sido el colapso económico. Por ello, los esfuerzos más o menos desesperados de varios gobiernos para “regresar a la normalidad”.

 

En el caso estadounidense, la apuesta a levantar la cuarentena parece tener una clara intencionalidad política. En los estados de poca densidad de población –que suelen votar republicano–, se buscaría provocar una vertiginosa recuperación de la economía, a seis meses de la elección presidencia. En ambas costas –donde se concentra el dinero y la gente y tradicionalmente se vota demócrata–, que es donde el COVID-19 pegó primero y con más fuerza, la situación parece más complicada.

 

Y aunque el animo del encierro ha favorecido la propagación de una buena cantidad de buenos deseos sobre la necesidad de “no regresar al orden anterior”, sino aprovechar esta crisis para construir una normalidad sin depredación ambiental y capitalismo salvaje, este tipo de planteamientos no parecen tener demasiada viabilidad, al menos desde la realpolik.

 

Quizás una de las posibilidades más atractivas de que la nueva normalidad sea mejor que la anterior, se pueda encontrar en el aceleramiento actual de revolución en la industria de las comunicaciones y la información, que durante este periodo de encierro nos ha permitido conocer mejor las ventajas de la realidad digital.

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