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Masa y Poder + Facebook

César Romero

Hace muchísimo tiempo, en un país de “partido hegemónico” algunos estudiantes universitarios nos atrevimos a leer Masa y Poder de Elías Canetti, un libro que mis profesores evadían debido a su tufillo a clandestinidad, provocado quizás por su peculiar visión del mundo.

Nacido en Bulgaria, de nacionalidad británica, pero con la lengua germana como principal herramienta de comunicación, Canetti publicó en 1960 su celebre texto que –confieso–, no supe entender. En primera lectura me pareció una especie de manual de repostería, por su propósito de clasificar los diversos tipos de “masas” (grupos sociales) y “las estrategias de control mediante las cuales los gobernantes y líderes políticos pueden dirigir a dichas masas”.

A partir de una idea brutalmente simple –diferenciar la conciencia individual de la conciencia colectiva–, el laureado autor describe a detalle las distintas “propiedades” de cada tipo de “masa” y reflexiona sobre la naturaleza humana, la obediencia y particularmente, la violencia.

Hoy que Facebook se manifiesta claramente como una masa de 2, 912 millones de usuarios, recupero aquella lejana lectura para intentar entender cómo es posible que en unos pocos meses una empresa de ese tamaño haya reportado pérdidas en su valor de mercado por $307 mil millones de dólares.

Esto es, en un abrir y cerrar de operaciones financieras el imperio de Mark Zuckerberg ha perdido una tercera parte de su valor. Detrás de ello tiene que haber mucho más que un desastroso manejo administrativo o el fracaso de la estrategia de la maniobra de distracción de rebautizarse como “Meta”.

En su libro Canetti distingue las características de una masa feliz de aficionados que celebran una hazaña deportiva de una masa iracunda que se reúne en una plaza pública para linchar a algún “traidor a La Patria”. En la Social Media, dicha distinción no siempre resulta tan clara, pues detrás de nuestros “muros” personales, sus fórmulas matemáticas y modelos de negocio mueven los hilos de la manipulación. Todos los días, en todos lados, en todos los ambientes, “las benditas redes” se revelan como plataformas ideales para explotar odios, resentimientos y frustraciones.

No se trata de negar su enorme importancia o el lado de luz de las mismas redes. Más allá de buena parte de la crítica a los “algoritmos” que estimulan el miedo y el enojo en la conversación pública y/o las múltiples estrategias de manipulación utilizadas para fomentar la adicción a las pantallas, hoy resulta evidente que los grandes problemas de la comunicación actual tienen raíces mucho más profundas que lo que quisiéramos reconocer.

Culpar a Facebook o a Elon Musk, el nuevo mesías de Twitter por su genialidad para hacer que el dinero les llueva no tiene demasiado sentido. O a los gobiernos por su incompetencia y complicidad con un sistema global de rapacidad económica extrema, tampoco.

Somos nosotros, en lo individual y, sobre todo, en lo colectivo, los que nos queremos creer que fabricar una piñata de una chica muerta constituye algún tipo de reconocimiento a la víctima. Somos nosotros, quienes queremos creer que la industria del entretenimiento es una especie de reflejo de “la realidad”. Somos nosotros –unos más que otros, ciertamente–, quienes obedecemos todos los días a nuestro cerebro reptiliano y nos ocupamos en depredar el medio ambiente; el natural y el social.

Por supuesto que no se trata de salirnos de las redes. Nos gusten o no, aquí están y no van a desaparecer. Lo mismo que los líderes y los poderosos; autoritarios o democráticos; falsos o verdaderos. Se trata, quizás, de reconocer mejor nuestra identidad cuando somos individuos y nuestra identidad cuando somos masa. Pues, después de todo, como especie humana, nuestro ser mayor es el colectivo.

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