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NAFTA Reloaded, la verdadera negociación

A pesar de los desplantes y francas tonterías del presidente de Estados Unidos, a pesar de la vulnerabilidad y falta de liderazgo del presidente de México, la negociación forzada del Tratado de Libre Comercio de América del Norte –conocido por casi todos como NAFTA-- es una oportunidad para atender los dos grandes pendientes dejados fuera de la mesa hace 25 años: energía y migración.

Por César Romero

Cuenta la leyenda –es decir, según Carlos Salinas de Gortari–, que  a principios de los años 90´s, cuando se negociaba el tratado comercial entre Canadá, Estados Unidos y México para poner en sintonía a las economías de la región con la gran ola pro libre comercio con que despegó eso que hoy conocemos como Globalización, tanto el gobierno de Bill Clinton, como el suyo –México.Inc–, intentaron incluir en el acuerdo final los dos temas más relevantes para ambos países:

Petróleo. Desde el norte, la idea era abrir el mercado energético mexicano, sobre todo gas y petróleo, a las grandes empresas petroleras estadounidenses, con lo cual el balance de poder con los grandes jeques árabes cambiaría radicalmente.

Y migración. Desde el sur, se trataba de subirse a la ola del crecimiento exponencial del universo latino dentro de Estados Unidos. Recién aprobada la reforma migratoria que permitió arreglar sus papeles a cerca de 2 millones de migrantes, la idea de ordenar el flujo históricamente circular de mano de obra mexicana que, cada par de años se iba a sembrar y construir la prosperidad del campo y la industria de servicios de su vecino y regresaba con recursos suficientes para mantener a sus familias y amortiguar los efectos negativos del derrumbe del Estado Social que por décadas había dominado su país.

Pero, por supuesto, fracasaron.  Según su testimonio, tanto el expresidente mexicano como sus contrapartes –primero George Bush y luego Clinton–, reconocieron que no tenían el capital político necesario para romper los grandes tabúes en el sentido de que la esencia de la soberanía de patria de Lázaro Cárdenas se encontraba bajo tierra en grandes yacimientos del dichoso oro negro que apenas años antes había llevado a muchos mexicanos a soñar con la administración de la abundancia. Y cómo México no abrió la llave, Estados Unidos rechazó la movilidad laboral como un ingrediente medular dentro del nuevo tratado.

Así, con la negación a incorporar la mercancía más valiosa de todas –la fuerza laboral–, dentro de los grandes capítulos con que nació, el 1 de enero de 1994, “la región de libre comercio más importante del mundo”, los tres gobiernos intentaron vender al NAFTA como una gran palanca de modernidad y prosperidad para sus respectivas sociedades. Y nadie se los compró. 

Desde su firma y por más de dos décadas, el acuerdo ha enfrentado un abierto rechazo de amplios sectores sociales en cada país.  Empezando por los círculos progresistas mexicanos (los mismos que seis años después quisieron vender la creación de “una gran comunidad de América del Norte”, en la cual no habría fronteras, salvo el gran perímetro de seguridad nacional estadounidense que iría del fin de Centroamérica hasta el Polo Norte.  Seguidos, claro, por las grandes empresas monopólicas (privadas o estatales) que tanto habían lucrado con los mercados cerrados.  Por supuesto que, en su proceso de debilitamiento estructural, los grandes sindicatos de Estados Unidos y Canadá también se oponían a un escenario que estimularía la competencia y el aumento de la productividad.

Aunque, claro, hubo ganadores. Varios de los grandes productores agrícolas de Estados Unidos. Un sector de la industria manufacturera del norte que decidió aprovechar el abismo en las condiciones laborales entre los países para, moviendo algunas plantas al sur del Rio Bravo, aumentar sus ganancias.  Del lado mexicano ganaron los productores de frutas y hortalizas del Bajío. Y los aguacateros y tomateros. También los fabricantes de pantalones de mezclilla, los ensambladores de televisiones y, sobre todo, la Ford, la Nissan, la VW y los fabricantes de escobas.

Ni en México, ni en Estados Unidos ni en Canadá, la realidad del NAFTA correspondió con las promesas con que fue vendido. Como en casi en todo el resto del mundo, el crecimiento del comercio fue notable en las últimas décadas.  Poco a poco, los grandes monopolios mexicanos se han ido abriendo al mundo. Sobre todo, el de la energía, pero también incluso los gigantes de las comunicaciones (telefonía y televisión) han ido perdiendo terreno ante la revolución que la innovación tecnológica ha provocado. En Estados Unidos la influencia latina ha sido notable. Son un mercado de casi 60 millones de personas que le han redefinido la cara al Sueño Americano. Su comida, su cultura y su música son ya parte del mainstream en buena parte del país.

Y aunque el gran cambió no lo pudo generar un acuerdo comercial (centrado en la eliminación de tarifas arancelarias) entre gobiernos, el hecho es que el NAFTA se ha convertido en un gran símbolo para los campeones del aislacionismo, quienes quieren un America White, Again y de una buena parte de la coalición de intereses que llevaron al señor Trump a la Casa Blanca (contando incluso, a los servicios de espionaje soviético versión 2.0). 

Dicen los que saben que en la historia no hay atajos.  Y el TLC en cierto sentido intentó serlo.  En los hechos, sus protagonistas mexicanos terminaron estigmatizados como una pandilla de corruptos e ineficientes burócratas que llevaron al país al colapso económico de 1994-95.  Vencidas en las urnas en 1992, la familia Bush, aristocracia republicana del noroeste americano, terminó señalada por sus simplezas rancheras de George Bush Jr.  y sus truculentos excesos (las guerras de Irak y Afganistán) en beneficio casi exclusivo del gran lobby petrolero mundial.

Eso, sin contar que las dos principales banderas electorales de Donald Trump fueron su promesa de construir un muro de 2 mil millas de largo en la frontera de su país con México –aderezado con la bravata de que obligaría a México a pagar por su Great Wall–, y su oferta de que una vez en el poder, eliminaría el NAFTA, al que llama el “peor, peor, peor tratado de la historia humana”.

Por ello, cuando hace unos días el Departamento de Comercio hizo público un documento de 17 páginas en el que da a conocer sus objetivos para la renegociación del TLC, los mercados de los tres países reaccionaron positivamente e incluso el peso se revaluó frente al dólar. Salvo por algunas ideas como la eliminación de los mecanismos para dirimir controversias, la propuesta va mucho más en la línea que los gobiernos de Canadá y México han propuesto desde que Trump lanzó sus primeras bombas retóricas contra el NAFTA.  La idea de los vecinos del gigante ha sido la que el proceso de renegociación —que, además, se espera que concluya antes de que termine el invierno que viene–, sea un proceso de modernización que una refundación del acuerdo.  Por ello hablan de construir un escenario win-win-win, esto es, uno en el que todos ganan versus el juego suma-cero que ha impulsado Trump.

Y aunque el proceso muy probablemente será bombardeado por los twittts de madrugada del ex presidente del concurso Miss Universo, los equipos de trabajo de los tres países intentan construir escenarios que vayan mucho más allá de la airada condena del déficit comercial de Estados Unidos con sus vecinos.

Ahí es donde el Nafta original vuelve al escenario.  Más allá de los detalles técnicos que, sin duda, son relevantes para empresas y sectores de las economías en específico, en lo que hace a la big picture del proceso de negociación que inicia ahora, lo verdaderamente relevante son los dos capítulos no incluidos en la primera negociación y, probablemente, uno más: el de la seguridad:

Seguridad.  Hoy que Estados Unidos ya no es la principal potencia económica del mundo, es más importante que nunca su influencia regional. Siendo la mayor parte de América Latina un auténtico desastre en términos políticos, también es una de las regiones del mundo con las mejores condiciones estructurales para vivir en los próximos lustros un ciclo de expansión económica y social importante. Para ello, el rol de México como puente de conexión y protección ante las presiones externas (crimen organizado, narcotráfico, violencia social, etcétera) es muy clara para las élites de la industria militar estadounidense.

Migración.  En el momento histórico actual el tema se discute bajo la etiqueta de “Movilidad Laboral”.  El matiz resulta bastante obvio, se trata de poner el énfasis en los programas de trabajo temporal que tanta falta hacen a una economía con las tan bajas tasas de desempleo y falta de competitividad respecto al resto del mundo como lo es el Estados Unidos de hoy.   En ese contexto, tanto el tema de los Dreamers, como la relativamente baja tasa de deportaciones masivas ocurridas hasta ahora, podrían ser señales importantes para que, por esa vía, la de otorgar visas de trabajo renovables a la conveniencia de empleadores y empleados pudieran ser la puerta para entrar al tema de los varios millones de trabajadores que desde hace muchos años han formado sus familias en su nuevo país.   Ello, con o sin el desplante del muro, podría favorecer al segmento pensante en Washington.

Energía.  Tomó muchos años y el matrimonio entre elites panistas y priistas, pero el tema está prácticamente resuelto.  La reforma energética ya ocurrió, al menos en el terreno de las leyes. Entender el colapso de la imagen del presidente Enrique Peña, quién comenzó su gobierno como “El Salvador de México” (Time Magazine) y termina impugnado en todos lados por casi todo, podría pasar por la audacia de varios de sus hombres más cercanos de hacer grandes negocios con grupos de poder de otras partes del mundo.  En esa posible versión renovada de la Doctrina Monroe, America para los Americanos, el mensaje real sería algo así como “si vas a hacer trenes, que no sean chinos; si vas a hacer carreteras que se caen, que no sean españolas”.

En peligro con cualquier arrebato twittero del presidente que se considera el gran genio de las negociaciones de negocios de toda la historia, el proceso de renegociación/modernización del NAFTA comienza en un momento de gran disparidad entre las visiones de los tres países.

Canadá en luna de miel con Justine Trudeau, el carismático Primer Ministro de posiciones “liberales pero modernas”, un auténtico Rock Star que la opinión pública estadounidense adora.

Del lado mexicano, la guerra intestina por el poder, rumbo a las elecciones presidenciales del verano próximo amenaza con llegar a extremos tipo 1994, incluso dentro del mismo bando de los candidatos del sistema (Osorio, Narro…Zavala), todos frente a un nuevamente reinventado López Obrador que reparte bendiciones para casi todos lados. 

Y en Estados Unidos, con un inquilino del 1600 de la Pennsylvania Avenue cada día más enredado en sus obscuros tratos con Valimir Putin y su camarilla, cada día más iracundo incluso con sus aliados a un ritmo record en la acumulación de escándalos y fracasos políticos.

Así, podría ser el escenario ideal para que Estados Unidos le venda más a sus vecinos a través de reglas comerciales más rígidas, en el que la seguridad energética de America del Norte se convierta en una bandera de negocios jugosos para algunos y, finalmente, a través de la “Labor Mobility”, Estados Unidos se reconcilie con sus raíces como una nación formada por inmigrantes y prospera, gracias a sus inmigrantes.

 

 

 

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