Por Allert Brown Gort*
En Estados Unidos el concepto de “latino” o “hispano” (frecuentemente intercambiados) es un identificador social panétnico para aquellas personas originarias de América Latina y sus descendientes. Cabe recalcar, que su existencia como grupo demográfico demuestra lo difícil que es entender el sistema político estadounidense sin explorar el papel que desempeñan los conceptos interrelacionados de “raza” y “origen étnico”.
Como identificador social panétnico “latino” incluye poblaciones de distintos orígenes nacionales basándose en la geografía o cultura, usado tanto por la sociedad en general como el Gobierno. Actualmente la definición que utiliza el Gobierno federal es la de la Oficina de Gestión del Presupuesto (OBM, por sus siglas en inglés) estadounidense: “”Hispano” o “latino” hace referencia a una persona de origen o cultura de Cuba, México, Puerto Rico, Sudamérica, América Central o de otra cultura u origen españoles, independientemente de la raza.”
En Estados Unidos, las definiciones sociales mayoritariamente aceptadas siguen basándose en las definiciones de “raza” y “origen étnico” creadas por el Gobierno. Si bien actualmente los científicos de todo el mundo consideran que el concepto de raza no tiene ningún fundamento biológico, se reconoce que sigue siendo un concepto social muy poderoso. A pesar de la definición aparentemente completa del término, este identificador social no siempre se puede aplicar. Los elementos más dominantes de la sociedad suelen imponer las identidades panétnicas en grupos subordinados, “agrupando” varios grupos diferentes para facilitar el control social.
La fluidez de este concepto sociopolítico quizás se observa mejor al ver que la definición no siempre incluye a las comunidades de origen brasileño, haitiano, o incluso filipino, que son consideradas “latinas” en algunas zonas de Estados Unidos pero no en todas. En otras palabras, se trata de un grupo étnico que está en proceso de consolidación.
En el caso “latino”, 19 grupos distintos componen el núcleo de su identidad panétnica, cada uno con claras características culturales e historias raciales. Sin embargo, aunque distintos, los grupos “latinos” comparten algunos elementos que sirven de común denominador para desarrollar su identidad. Éstos incluyen la lengua española, la religión católica y la cultura ibérica. Además, contribuyen a este proceso de unificación las décadas de evolución de culturas mediáticas y de entretenimiento cada vez más integradas.
Según la Oficina del Censo de Estados Unidos, actualmente 56,6 millones de hispanos residen en Estados Unidos. Este grupo se descompone en primer lugar, en las personas de origen mexicano, quienes representan casi dos terceras partes (34 millones aproximadamente) de los latinos. Les siguen los de origen puertorriqueño (4,9 millones que viven en la zona continental y 3,5 millones que residen en la isla). Finalmente, otros cinco grupos de hispanos ostentan una representación superior a un millón de personas cada uno: cubanos, salvadoreños, dominicanos, guatemaltecos y colombianos.
Las semillas del cambio demográfico actual se encuentran principalmente en la aprobación de la Ley de Inmigración y Nacionalidad (Immigration and Nationality Act) de 1965, comúnmente conocida como la Ley Hart-Cellar. Esta legislación representó una reordenación fundamental de la ley de inmigración y se aprobó con el mismo espíritu que la Ley sobre Derechos Civiles (Civil Rights Act) de 1964 y la Ley del Derecho al Sufragio (Voting Rights Act) de 1965, pero también -en el contexto de la Guerra Fría- pensando en la imagen de Estados Unidos en el exterior en materia de igualdad racial. Esto puso fin a la era de las cuotas restrictivas que había empezado con la adopción de la Ley de Cuotas (Quota Act) en 1924; abrió las puertas a la mayor entrada de inmigrantes desde el inicio del siglo XX y cambió radicalmente la composición de los inmigrantes que llegaban a Estados Unidos.
Pero la nueva inmigración no fue el único motivo del enorme cambio demográfico. Igual que en todos los países desarrollados, la tasa de natalidad de la población nativa empezó a decaer aproximadamente al mismo tiempo, y la población en su conjunto empezó a envejecer -hasta el punto que se prevé que la población blanca no solo disminuya como proporción del total, sino que empiece a disminuir en cifras reales a partir de 2030.
En este contexto, la tasa de natalidad más elevada de la población nacida en el extranjero ha adquirido incluso más importancia, y la segunda generación se ha convertido en el principal impulsor del crecimiento de la población. Según la Oficina de Censos, entre 1993 y 2013, la cifra de latinos nacidos ya en EEUU menores de 18 años se duplicó con creces (con un aumento del 107%), en comparación con el aumento de solo el 11% de los menores de 18 años en la población general. Este crecimiento de la segunda generación se da incluso en una época de poca migración, de modo que, aunque el número de inmigrantes latinos presentes en el país aumentó ligeramente en los cinco años entre 2007 y 2012 (de 18 millones a 18,8 millones), su proporción como parte de la población latina total disminuyó y pasó del 40% al 36%.
A pesar de su tamaño, hasta la fecha, las predicciones de la influencia política de este grupo étnico no se han cumplido. Existen muchos motivos que explican la disparidad entre el tamaño de dicha población y su eficacia política, entre ellos, la gran proporción de adultos que no son ciudadanos estadounidenses, así como el hecho de que, los que sí lo son, suelen ser más jóvenes, tener un nivel educativo más bajo y menos ingresos que la población en general; todas estas son condiciones, como se sabe de la ciencia política, que limitan el comportamiento en las urnas.
Pero a largo plazo, la identidad “latina” todavía puede estar más determinada por fuerzas externas, es decir, por las acciones del Gobierno y de la sociedad en general.
Cabe destacar que, en los últimos años, la dirección que ha tomado el Gobierno ha sido muy diferente de la que ha tomado la sociedad. Desde el movimiento por los derechos civiles en la década de los sesenta, el Gobierno en general ha trabajado para conseguir una mayor inclusión. Entretanto, y quizás como reacción a lo que consideran un favoritismo injustificado o por miedo a perder el control, un número considerable -y en aumento si la elección de Donald Trump sirve de prueba- de blancos ha empezado a adoptar posturas excluyentes.
El resultado es que, si el debate sobre inmigración sigue desarrollándose en términos muy partidistas con unas posiciones cada vez más extremas, entonces probablemente estamos viendo el inicio de una división del electorado estadounidense dónde la utilidad política de la identidad panétnica latina queda más clara. Es decir, se consolidaría el ciclo de rechazo que se refuerza mutuamente, en el que los miedos a las consecuencias del cambio demográfico, exacerbados políticamente, dan lugar a un debate negativo sobre la inmigración centrado en los latinos, que responden a la defensiva, cerrando filas alrededor de una identidad unitaria panétnica para aumentar su influencia como grupo, lo que, a su vez, generaría más ansiedad.
Sin esta sensación de rechazo, es bastante probable que la mayoría de latinos -igual otros grupos de inmigrantes antes de ellos- a la larga pasarán a ser “blancos” y, por lo tanto, se acabaría el problema. Es decir, a causa de las fuerzas inexorables de la asimilación -integración, aculturación y matrimonios mixtos- la identificación panétnica “latino” dejaría de ser funcional y, con el tiempo, se convertiría en un “origen étnico simbólico” más. Así pues, irónicamente, parece probable que justamente sea el temor al cambio cultural y demográfico que tendría lugar cuando los blancos dejen de ser la mayoría absoluta de la población lo que da a la identidad latina validez política-y quizás incluso que sea permanente.
*Director General
La Casa de la Universidad de California en México