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3 escenarios para el 3 de noviembre

Después del fiasco de la pasada elección presidencial, cuando unas pocas horas antes del cierre de las casillas los “expertos” daban como un hecho el triunfo de Hillary Clinton, ¿quién se anima a adivinar el futuro?

Por supuesto que muchos. En el universo de la post-verdad en el que las percepciones pesan más que los hechos, parece apetecible la historia de que el señor Trump “tiene una desventaja de dos dígitos” en la mayoría de las encuestas.  “Si la elección fuera hoy podría perder incluso en Texas y en Florida”.

El propio rosario de disparates, mentiras y estruendosos tropiezos del inquilino de la Casa Blanca alimentan la esperanza de que este muy cerca el fin de un periodo histórico marcado por el egoísmo y el odio.

Como si todo fuera tan fácil…

Luz versus Obscuridad; Orden vs Cao

“Está será la elección más importante de la historia” (hasta que llegue la próxima elección).

Además del torrente de retórica que, como cada 4 años, inundará el país en los siguientes tres meses, la disputa real entre los equipos de Donald Trump y Joe Biden será por imponer una narrativa que logre canalizar las emociones de los más de 100 millones de ciudadanos que, para el martes 3 de noviembre, habrán de decidir quién despachará desde la Casa Blanca a partir del tercer lunes de enero del 2021.

Para eso sirven las convenciones nacionales de los partidos demócrata y republicano. Para tratar de ganar la batalla por “el aire” de la opinión pública. Y ciertamente tanto Joe Biden como el propio Donald Trump y sus respectivos coros realizaron un excepcional trabajo en intentar definir los términos de la contienda electoral de una manera suficientemente clara una nación de 320 millones de habitantes atrapados ene una de las crisis más profundas en sus poco más de 250 años de historia.

En la vida real, ambas convenciones fueron producciones televisivas para fortalecer el animo de las bases electorales de ambas candidaturas. Con sede supuesta de Milwaukee, Wisconsin, la Convención Demócrata fue un evento virtual que tuvo una audiencia ligeramente mayor que la Convención Republicana que –como debía esperarse de un personaje como Trump–, utilizó a a la propia Casa Blanca, en Washington D.C., como un mero background escenográfico.

En su mensaje principal, el ex numero 2 de Obama, resaltó el catastrófico trabajo de la Administración Trump en la atención a la pandemia, repudiar sus desplantes racistas, aislacionistas y manipulación de los peores sentimientos sociales. Muy a lo Star Wars definió esta elección como la gran batalla entre “la luz”, que él representa, y “la obscuridad” que, por supuesto, se encarna en el personaje de brillante peluquín

Una semana después, en un show televisivo mejor producido, el presidente intentó presentar a su oponente como una especie de títere, de la “izquierda radical” y/o de los intereses imperiales de la perversa China. En sus spots de promoción, utiliza la visita que le hizo, “para agradecer”, el presidente mexicano.

Por tradición, las convenciones marcan el arranque de la recta final de la contienda electoral.  Pero como señaló el propio Barack Obama en su turno ante las cámaras, en esta ocasión la gran mayoría de quienes sí van a votar, ya tienen tomada su decisión. La polarización y politización extrema de amplios espacios de la vida pública deja ya pocos espacios para las grandes sorpresas de parte del electorado.

Sobre todo, porque como ocurre en cada elección de medio termino, la esencia de la campaña será la de un referéndum sobre el presidente en funciones.  “Trump sí o Trump no”, esa será la cuestión central.  Lo cual, hasta ahora parece haber entendido muy bien Biden, un excelente representante del establishment político americano.

Las 435 elecciones para renovar la Cámara de Representantes, parte del Senado y una gran cantidad de posiciones y referéndums locales, suelen seguir la inercia de la elección presidencial.

La batalla en tierra

Suponer que la democracia estadounidense se reduce a lo que decía Charles Lewis hace una generación en su libro “The Buying of the President” es decir poco.  Y no es que sea falsa la tesis de que la competencia por recaudar y gastar los miles de millones de dólares tenga un rol central en la disputa por el poder político.

En mucho gracias al fenómeno Trump, la visión idealizada de la democracia americana hoy convence a pocos en el mundo. El estadounidense ha sido develado como un sistema oligárquico en el que la disputa por el poder político está supeditada a los grandes intereses económicos, por lo cual es perfectamente posible que “quien obtiene 3 millones de votos por arriba de su oponente no necesariamente gana las elecciones” (en palabras de Hillary Clinton).

Junto a una especie de subasta, las campañas son la oportunidad cíclica de diseñar y tejer grandes redes de interés en torno a las agendas de prácticamente cualquier tipo. Generacionales, demográficas, por tema, culturales, etcétera.

Simplificando al extremo, es posible ver detrás de cada candidatura una cuidadosa maraña de alianzas entre grupos políticos y diferentes agendas sociales que intentan construir mayorías, lo cual es particularmente importante en un puñado de estados donde el balance de poder no está claramente determinado, que son los que finalmente determinan el resultado electoral.

A sus 77 años, 47 como legislador, Biden representa, primero que nada, al viejo establishment demócrata.  Lo que queda del sindicalismo, la estructura formal de representación de afroamericanos y de latinos. Apela al segmento digital de la economía, así como algunas industrias que apostaron por la globalización, muchos de las cuales se consolidaron durante los gobiernos de Clinton y Obama. También, gracias a su alianza con Bernie Sanders, quiere contar con amplios segmentos de jóvenes, organizaciones feministas, quienes con más fuerza impulsan las agendas verdes y progresistas.

A sus 74 años, casi todos como billonario y estrella de la farándula, Trump representa, primero que nada, a sí mismo. Presume el apoyo de grandes industrias americanas y buena parte del gran capital financiero. También a un importante segmento del electorado evangélico blanco, sobre todo mayor de 60 años (tradicionalmente el más importante en las urnas). Cuenta por supuesto, con el abierto apoyo de la extrema derecha, la NRA y un importante segmento del electorado blanco de bajos ingresos, sobre todo quienes responsabilizan “a la inmigración” de todos sus males.

En términos de mapa, es muy claro que en los estados más prósperos y de alta concentración demográfica, la mayoría de los votos suele ser para los candidatos azules. Por otro lado, en los estados con más pobreza, aislamiento físico y menor escolaridad, son los rojos quienes normalmente se imponen.

Todo ello, dentro de un sistema político y dinámica social diseñado explícitamente en torno a la idea del 50/50, ha llevado, bastante antes de la irrupción de Mr. Trump, a una creciente polarización que ha regresado a Washington, la capital, su condición natural de territorio pantanoso y estéril, al menos en lo que a consensos políticos se refiere.

Dependiendo de la narrativa central que se imponga, las visiones del ciudadano ante la boleta electoral deberán ser bastante claras.

Si bien la estrategia electoral de Trump demostró su eficiencia en 2016: capitalizó el recelo y desencanto de amplios grupos sociales ante “la clase política tradicional”, además supo aprovecharse de la frustración y amargura que provocó en una clase media avejentada la gran crisis financiera del 2008-09 y, sobre todo, se atrevió a alentar los sentimientos más obscuros (odio y racismo) de la extrema derecha, el contexto actual difícilmente podría serle más adverso.

Aislacionismo y muros fracasaron. El hecho de que Estados Unidos sea el país del mundo con más muertos a consecuencias del COVID-19 es, probablemente, la evidencia más clara de las grandes limitaciones del tipo de liderazgo histriónico del señor Trump. Que el desempleo y parálisis de la economía sea los más altos en décadas opacan también cualquier avance registrado en la especulación financiera.

 

                                                La encuesta verdadera

Quizá como parte natural de la democracia como espectáculo tengan sentido –la incertidumbre como aliciente para la participación ciudadana–, aunque es muy claro para que sirven realmente las encuestas nacionales en este momento de la contienda: para nada. Del uso de las encuestas como propaganda electoral a su utilización como herramientas de trabajo hay un buen trecho.

Además, considerando que el negocio de las encuestas parte de la premisa de que alrededor del 50 por ciento de los ciudadanos no votarán, bastaría con una serie de pequeños comportamientos anómalos de algún grupo ciudadano para alterar cualquier pronóstico electoral.

Más allá del enredo provocado por los constantes ataques de Trump y los suyos contra el voto por correo y de las poco veladas amenazas del presidente de que, en caso de perder en las urnas, se negaría a abandonar la Casa Blanca, el sistema de elección indirecta obliga a una ponderación estado por estado, en la elaboración de cualquier posible escenario para la noche del martes 3 de noviembre.

Veamos tres escenarios posibles:

 

1.

Gana Biden.  Este ejercicio es el que más coincide con las encuestas de finales de agosto.

Florida, Michigan, Minnesota, Nevada y Pennsylvania se decantan por el candidato de la clase trabajadora. Biden, el empático es mejor opción que Trump el ególatra.

North Carolina, Ohio y Texas se terminan por definir por Trump.

Razones:  No le alcanza al presidente sus plataformas de redes sociales desde donde pregona su desprecio por los medios convencionales y prácticamente todos quienes no son sus adoradores. Biden se impone en estados donde respeto a diversidad, inmigración y trabajadores tienen un peso particularmente importante entre el electorado.

 

 

2.-

Gana Trump.  Se repite el escenario de hace 4 años. En la mayoría de las elecciones de medio termino, la ciudadanía hace suyo aquello de “más vale malo por conocido que bueno por conocer”.

Con refrendar su triunfo en Florida y Ohio supera al candidato de la izquierda radical. Incluso podría perder Michigan y Pennsylvania y aún así alcanza los 270 votos que necesita en el Colegio Electoral.

Razones:  La ingeniería de anuncios segmentados en redes sociales (complicidad de Facebook según sus críticos), su innegable superioridad para marcar la agenda mediática y su amplia ventaja en el mundo del espectáculo, le ayudan a seguir construyendo su “gran y hermoso” muro fronterizo.

 

3.-

Gana Biden. De disipa el espejismo.

El rustbelt despierta., Michigan, Minnesota, Wisconsin y Ohio, estados que representan una era en la que la gran industria de Estados Unidos era la mejor el mundo y sus trabajadores tenían una ruta garantizada para alcanzar su American dream (durante la infancia y juventud de ambos candidatos), deciden apoyan al candidato que les ofrece el regreso al tiempo de “Made in the U.S.A.”, como valor económico supremo.

El bible-belt, incluidos Florida y Carolina del Norte pueden quedarse con Trump y el resultado sigue siendo el mismo.

Razones: Además del hartazgo y desilusión por el pobre y frívolo liderazgo demostrado ante el Covid-19 y el colapso de la economía, la retórica anti-México no le alcanzan a Trump. No solamente su muro fronterizo –del cual únicamente 5 millas, de 2,000, son nuevas–, sino el simple cambio de nombre al “infame” NAFTA, son visto como tales por los electores, sino la misma dinámica de ver en cada persona de piel morena a un terrorista o violador, termina por desgastarse.

Por supuesto que los escenarios posibles son muchos. Solamente quienes mueven los hilos de las campañas saben cuánto y cómo gastaran en cada estado bisagra. No parece arriesgado suponer que Trump arrasará en los debates. En cualquier caso, en estos momentos lo único claro es que nada está asegurado.  

 

 

 

 

 

 

 

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