César Romero
Pocas veces más oportuno el cuento de hace 186 años de Hans Christian Andersen que en la más reciente función de Elon Musk. El Nuevo Traje del Emperador, también conocido como El Rey Desnudo es la historia perfecta para desvelar una realidad que El Poder siempre intenta ocular.
“That was insane, sorry,” es lo más importante que alcanzó a decir el hombre más rico del mundo ante el caótico evento en que utilizó su nuevo juguete –Twitter–, para intentar proyectar al ultraderechista Ron DeSantis como sustituto de Donald Trump.
Más allá de la serie de fallas técnicas, caídas del sistema y una dinámica de desorden colectivo, el cantado anuncio de la candidatura presidencial del gobernador de Florida ante una audiencia esperada de 150 millones de personas, el espectáculo político-digital descubrió la fragilidad y condición etérea de quienes, detrás de su cortina, dicen que nos gobiernan.
Verdadero protagonista de la vida pública actual, el primer gran beneficiario de la “privatización” de la exploración espacial fue incapaz de echar a andar siquiera su maquinaria de propaganda –dice tener 140 millones de seguidores–, pues con menos de 600 mil conexiones perdió la señal y cuando la recuperó, tenía menos de la mitad conectados.
Luego de verse forzado a cumplir su amenaza de una compra agresiva de Twitter por 44 mil millones de dólares, el dueño de Tesla se mostró como lo que es: una especie de pirata financiero que, eso sí, ha logrado superar a casi todos sus rivales en una especie de juego perverso basado en el engaño y la imposición de fuerza del dinero.
Merecedor de la suprema apología fúnebre que hace Kendall Roy en la pantalla de la tele de su padre, el imaginario magnate mediático –sí, era malo, pero fue más eficiente que todos los demás–, en Succession(HBO), Musk fracasó en su intento de sustituir la vieja liturgia política de los eventos super coreografiados por la “moderna” fórmula de un streaming a través de sus “benditas redes”.
Por supuesto que ni Musk, ni DeSantis son el centro de esta historia. Tampoco lo es la falta de servidores, líneas de fibra óptica o técnicos que el propio Musk se encargó de menospreciar y despedir en sus constantes intentos por transformar Twitter en una especie de megáfono global al servicio de su ego y sus intereses personales.
Poco más de un siglo después que Hans Christian Andersen publicó su historia sobre la estupidez profunda del emperador y, quizás peor, la perversidad de La Corte que lo rodea, otro inmortal de las letras, Albert Camus, volvió a poner el dedo en la llaga. En El Hombre Rebelde, justo cuando describe la dialéctica del amo y el esclavo, el genial autor francés desvela la descarnada mutua dependencia existencial entre ambos y, también, el explosivo recurso ante cualquier tipo de imposición de la rebelión primaria, el poder de decir “no”.
Re-descubrir que la Social Media no es “la voz del pueblo” –y mucho menos los son los medios tradicionales o las encuestas– resulta casi obligado ante la utilización de estas plataformas desde los liderazgos tan de moda en estos tiempos. Tanto Facebook como Twitter –y en general, todas las demás–, son empresas con agendas e intereses propios, los cuales no son solamente económicos.
Un día y el otro también, los aprendices de brujo –llámese Putin, Erdogan, el matrimonio Ortega, Maduro y el “pajarito” que le habla o ya-saben-quién–, presumen su liderazgo, el amor que, dicen, les tiene su pueblo, su fuerza militar. Quizá hagan bien, pues esa ilusión de poder supremo es de la que se nutren.
Que sirva el incidente de Musk-DeSantis como recordatorio de que, detrás de la cortina, el gran mago no es ni tan grande, ni tan fuerte, ni tan sabio, como quiere que creamos que es. Después de todo, debajo de nuestros atuendos –yates, palacios, minas, tropas, joyas–, todas y todos somos más o menos iguales. Con más o menos lonjas, con más o menos arrugas.