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Carlos Manuel Sada Solana

César Romero

Nació con pañales de seda. La casa en que creció es hoy uno de los hoteles más hermosos de la ciudad de Oaxaca. Ingeniero por la universidad Iberoamericana, comenzó su carrera política a principios de los años ochenta como encargado de la agenda social del gobierno de Pedro Vázquez Colmenares.

Negociador del proyecto turístico de Huatulco, fue “secuestrado” en más de una ocasión por organizaciones de campesinos que forzaban a sus interlocutores –por muchas horas o incluso días- a mantener discusiones interminables. Allí, creo, desarrolló una de sus principales virtudes: la de saber escuchar a sus interlocutores.

Quizá gracias a la influencia de su madre –de profundas convicciones religiosas–, fue un hombre honesto en un contexto imposible: a nivel nacional Carlos Salinas conquistaba el poder y preparaba el NAFTA. En lo local, había sido alcalde de la capital a los 31 años de edad y a la llegada de Heladio Ramírez a la gobernatura recibió la invitación para convertirse en una especie de super secretario de su gabinete. Y le dijo que no.

De la mano de María Elena, su esposa, Carlos Sada prefirió irse como cónsul de México a Toronto. Un total desperdició, a los ojos de la élite de políticos priistas y empresarios que lo rodeaban. Por supuesto que él nunca lo vio así. Y no se equivocó.

Con una carrera diplomática de tres décadas, además fue cónsul general de México en San Antonio, en Chicago, en Nueva York y en Los Angeles. También fue representante de nuestro país ante el Congreso estadounidense y embajador en Washington. Después, subsecretario para América del Norte, que es donde realmente esta historia comienza.

(Advertencia: escribo estas líneas de memoria y aún dentro del shock por la noticia de su fallecimiento. Seguro que más de un detalle será inexacto. Sigo:)

Era 2018, el final del gobierno de Enrique Peña, AMLO ya era presidente electo. Su jefe directo, el canciller Luis Videgaray, estaba ocupado al cien con las negociaciones con Donald Trump y el equipo de López Obrador para rescatar el Tratado Comercial y él, Sada, estaba tapado de trabajo. Charlamos en su oficina frente a La Alameda; piso 15 me parece. Le preocupaba el asunto de “los niños perdidos” en la frontera por brutal decisión de la Casa Blanca de separar familias migrantes –la gran mayoría centroamericanos–, pues era un tema que, bien sabía, terminaría en la cancha mexicana.

Muy pocos días después, al presidir una reunión interna en la Cancillería, luego de tomar la palabra, regresó a su asiento y ya no pudo decir una palabra más. “Simple y sencillamente” se desvaneció. María Elena manejaba rumbo a su oficina pues, como al día siguiente saldría del país, habían quedado de comer juntos, o algo así.

Por lo que entendí, lo que le sucedió fue una especie de embolia; la explicación médica precisa me supera. Se le dañó una parte del cerebro, hubo desconexiones neuronales, sobre todo en algunos archivos de memoria y cosas que tienen que ver con el lenguaje.

Un par de años después reapareció. Ciertas palabras se le escondían, algunos recuerdos también, pero estaba más lucido que nunca. Quería recuperar el viejo proyecto de hacer un recuento escrito de su vida profesional. Teníamos ya, mal grabadas y desordenadas, horas de conversaciones sobre cualquier cosa: sus ideas sobre la diplomacia mexicana, anécdotas de trabajo, las noticias del momento y una buena cantidad de viñetas sobre su relación con una inmensa cantidad de inmigrantes mexicanos, figuras públicas y demás compañeros de viaje.

El sesgo narrativo era obvio: Chicago por supuesto, pues lo vivimos juntos. Su incapacidad congénita (mis palabras) para tener enemigos, su compulsiva necesidad de construir lazos y afectos. Su comprensión profunda sobre el rol de “las patrias chicas” –la agenda de los estados– en la relación binacional. Su sensibilidad política excepcional y su paciencia infinita hacia las burocracias diplomáticas y ex reporteros irreverentes, por supuesto.

Me acuerdo del mapa de México de 1846 –previó a la invasión– con el que, junto a una sonrisa sincera, siempre recibía a sus visitantes que entraban a su oficina durante todos los cargos que desempeñó.

La experiencia fue fascinante. Poder acompañarlo en su viaje interno para reconstruir la memoria de una vida completa como servidor público, los entre telones de sus encuentros con grandes personajes, pero –y sobre todo–, su interés genuino por ese “México del Norte” conformado por cerca de una decena de millones de familias binacionales. Y, en particular, el enorme potencial que tiene, para las propias sociedades, la necesidad de descubrir y desarrollar
escenarios de ganar-ganar en la relación entre los gobiernos de América del Norte.

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