César Romero
La RICO Act es una especie de reconocimiento al poder y eficiencia de las mafias criminales que operan dentro de Estados Unidos. Equivalente en nuestro sistema penal a la “asociación delictuosa” y/o a las leyes contra la delincuencia organizada, puede ser el último recurso legal para detener a Donal Trump.
Aprobada hace más de medio siglo la Racketeer Influenced and Corrupt Organizations Act (RICO) fue una especie de medida de emergencia, aprobada por el Congreso en 1970, que permitió a las autoridades policiacas obtener resultados notables en el combate y desmantelamiento de las viejas mafias italianas de Nueva York y Chicago, las pandillas de motociclistas en California y otros grupos criminales en los estados del sur.
En 2023, la versión del Georgia de dicha ley puede servir para el rescate ante el riesgo de que Mr. Trump termine por arrastrar a su país –y por ende a buena parte del mundo– hacia un modelo autocrático de gobierno abiertamente al servicio de las oligarquías.
En más de un sentido, la ley contra la Mafia funciona como una anomalía de un sistema democrático diseñado en torno a idea de la de libertad como un valor supremo de los individuos. Junto con las leyes antimonopolios, ambas leyes son dos excepciones necesarias a lo que bien podríamos llamar la ideología capitalista.
La reciente acusación contra el expresidente –ante la montaña de evidencias de su intento de adulterar los resultados electorales del 2020– constituye el principal desafío político para el carismático personaje que ya una vez logró alcanzar el poder a través de las vías legales (como su obvio antecesor en la Alemania del siglo pasado).
Procesado ya por su descaro fiscal cuando intentó comprar el silencio de una actriz pornográfica que lo podía exhibir tal cual es ante el mundo, también por sustraer documentos clasificados de la Casa Blanca y por haber instigado el asalto al congreso del 6 de enero del 2021, Trump ha proclamado a los cuatro vientos su absoluta inocencia.
Luego de una vida profesional de escándalos, insultos y una muy cuidadosa construcción de su propia imagen como la de una especie de gigante del mundo del dinero, una especie de caricatura del mega triunfador del capitalismo salvaje, ahora se ve reducido al rol protagónico de un melodrama en el que él es la victima suprema.
Cierto, al interior de sus más fieles seguidores, lo que tanto Hillary Clinton como John McCain llamaban los “crazies” –esa coalición de antinmigrantes, racistas, neonazis y un segmento muy importante de la base social evangélica blanca–, Trump ha logrado mantener su popularidad. De hecho, sigue siendo el claro favorito para quedarse con la candidatura presidencial del partido republicano.
No debemos olvidar que cuando la polarización domina, la sensatez y moderación no son consideradas como virtudes. En estos tiempos de villanos, los radicalismos y estallidos suelen ser las opciones más populares.
Sin embargo, con independencia del veredicto final del juicio que enfrenta por su presunta condición de “mafioso”, lo podrá marcar para siempre. No solamente su popularidad sigue cayendo entre demócratas e independientes, sino su imagen ante el resto del mundo lo tiene hoy al nivel de un puñado de personajes de bastante mala reputación; Vladimir Putin, entre ellos (por no citar a los Gotti, Capone, Genovese, Gambino, Colombo o Salerno).
Lo cual coloca al ilustre caballero del peluquín de colores ante el esquizofrénico reto de desempeñar, en el mismo escenario, al mismo tiempo, el doble rol de tirano y de víctima.