Por César Romero
El viejo dicho “detrás de cada crisis hay una oportunidad” va de la mano de un hecho incontrovertible: las situaciones extremas nos obligan a tener claras las prioridades y, sobre todo, a actuar.
Los Mexicanos de Chicago lo saben muy bien. Bautizada como “La capital política de los Mexicanos que viven en Estados Unidos” por un diplomático veterano de su país, Chicago es, por sí misma, la quinta ciudad mexicana más grande (la superan la Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey y Los Ángeles). A diferencia de las demás, Chicago no nació como un pueblo con raíces mesoamericanas. Ciudad monumental que domina el Medio Oeste Americano, en Chicago un 20 por ciento de la población es de origen mexicano. Incluso los barrios que algún día fueron boricuas son hoy residencia de mexicanos.
Chicago, la gran ciudad americana, por mucho tiempo ya, ha sido una pequeña isla demócrata rodeada de cientos de millas del Estados Unidos que votó por Donald Trump. Gracias, en buena parte, al imperio de la dinastía de los Daley (padre e hijo gobernaron la ciudad por casi 40 años), Chicago paso de ser la gran ciudad industrial americana para convertirse en una gran metrópoli en la que inmigrantes de todo el mundo se unieron ante un clima miserable para, entre todos, levantar un conjunto de rascacielos que forma uno de los más impresionantes skylines del siglo XX.
“Chicago fue creada por inmigrantes, es construida por inmigrantes y tendrá un gran futuro gracias a sus inmigrantes”, señaló alguna vez el todo-poderoso Richard M. Daley, durante las manifestaciones pro reforma migratoria de 2006-2007.
En Chicago ninguno de sus inmigrantes acepta ser mexicano. Son “de Michoacán”, o bien de “Jalisco” o “Guanajuatenses” o “de Durango” o del “D.F.” (los pocos que se atreven a enfrentar los chistoretes anti-chilangos). Junto con polacos, pakistaníes e irlandeses, los Mexicans de Chicago son, para decirlo con claridad, la única opción real para que el Medio Oeste estadounidense no se colapse, demográficamente hablando.
Como West Chicago –una ciudad vecina de Indiana–, los mexicanos de Chicago son el motor de la economía local. Propietarios de más de la mitad de las casas que se han comprado en lo que va del siglo, dueños de la mayor cantidad de negocios pequeños que se han abierto en las últimas dos décadas, los mexicanos de Chicago conforman una gran comunidad que va desde La Villita (la segunda zona comercial más importante, después de la Magnificent Mile de la Michigan Avenue), a Pilsen, Aurora, Waukegan y casi todas las regiones de Metro-Chicago que han tenido crecimiento en la última mitad de siglo.
Diversos en sus preferencias políticas mexicanas, con una poderosa identidad cultural anclada en su patria chica, los mexicanos de Chicago están muy unidos en torno al primer principio que le da forma a una comunidad auténtica, la solidaridad.
En los primeros años de este siglo, mientras la Cancillería Mexicana le vendía al mundo una supuesta negociación al más alto nivel –la tristemente célebre “enchilada completa”–, los empleados del consulado mexicano en Chicago, hacían trabajo extra para recaudar fondos para fondear los costos legales del caso de José Zapata, un paisano, bajito, de tez morena, que no hablaba inglés, al que un juez local le había quitado el derecho a la patria potestad de sus dos niñas pequeñas, tan sólo con el argumento de que era mexicano.
Chicago es también la ciudad de Elvira Arellano, aquella joven madre soltera que trabajaba limpiando un McDonalds en el aeropuerto O´Hare y ante una redada de la Migra decidió refugiarse en una iglesia metodista en agosto del 2006. Ahí permaneció durante un año sin salir para no ser arrestada hasta que decidió participar junto con su hijo Saúl, en una marcha que se llevó a cabo en Los Ángeles, California, en protesta por las medidas en materia migratoria. En muchos sentidos, Elvira Arellano, revivió lo que se conoce como el Movimiento Santuario, que muchos opinan daría vida al movimiento de los Dreamers. En el año 2006 fue nombrada “Persona del año” por la Revista Time
Chicago es también la ciudad del senador Dick Durbin, un probado aliado de la causa migrante y del congresista Luis Gutiérrez, el boricua “de Durango” que ha sido la voz más consistente en Washington –muy por encima del ex senador Barack Obama, a favor de la reforma migratoria integral que tanto se necesita. Es el mismo Congresista Gutiérrez que alguna vez apeló públicamente ante la Casa Blanca para que La Migra no cumpliera su amenaza de deportar a la señora María Benítez – mexicana indocumentada embarazada, madre de tres hijos estadounidenses que fue detenida y deportada cuando realizaba un trámite rutinario en las oficinas de Migración, justo tres días antes del día de las Madres.
En Chicago, gracias en parte a un pequeño, pero muy sólido, grupo de activistas veteranos de México universitario de los años 60´s, la comunidad mexicana ha mantenido un profundo sentido de identidad mexicana, así como una muy congruente posición anti gobierno (de México), que no les ha impedido construir puentes con la diplomacia de su país, cuando han encontrado en ese grupo una sensibilidad política mínima para no respetar sus derechos binacionales básicos.
Cuando así ha ocurrido –como a principios de ese siglo–, desde el Consulado mexicano se cocinaban las leyes locales contra los “notarios” que abusaban de sus paisanos. También, se concretó que fuera un joven nacido en Jalisco, el primer a alcalde no italiano en más de 70 años para la ciudad vecina de Cícero, el que fuera útimo refugio del imperio criminal de Al Capone.
Que el futuro de Chicago, y en buena medida de todo el Medio Oeste Americano, está en manos de los hijos y los nietos de esos inmigrantes de Los Altos de Jalisco que se convirtieron en la columna vertebral de toda la industria de la comida procesada en esa región del país, eso en aquella región nadie lo duda.
Qué el futuro del mercado inmobiliario de toda esa región depende del futuro de sus inmigrantes es, también, un tema sabido por todos en Chicago.
La gran incógnita que sigue viva, al sur del “Gran Muro” del señor Trump, es si el México de élite y su gobierno seguirán sin reconocer el enorme valor de esos migrantes mexicanos que, por casi un siglo ya, han sabido ganarse –sobre todo con su trabajo y sus valores–, el corazón de la misma sociedad estadounidense que el señor Trump ha utilizado como su bandera preferida para justificar su mandanto. Si la alianza se consolida, tanto en temas como el TLC, como el de los derechos humanos básicos de las familias México-Americanas, la balanza de la opinión pública estadounidense se inclinará a favor de las causas que se mantienen del lado correcto de la historia.