Somos 7 mil 700 millones de personas que compartimos un mundo que cada día está más cerca de ganar su guerra en contra de sus propios cielos, mares, bosques, selvas y ríos.
En nombre del progreso hemos logrado disminuir la pobreza en la mayor parte del planeta y nuestra expectativa de vida se ha más que duplicado en el último siglo. Los avances científicos y tecnológicos son vertiginosos, casi tan impresionantes como los niveles de concentración de la riqueza y el poder. La mayoría vivimos en ciudades cada día más caóticas; somos ya un tipo de plaga que empuja a la extinción a más y más especies de animales y plantas. Eso sí, pronto cumpliremos el sueño de comenzar la conquista de otros planetas.
Con el 2019 termina la segunda década del nuevo milenio y con el 2020 comienza un año más del ocaso de esa gran generación de estadounidenses nacida en Estados Unidos con la victoria militar sobre el Nazismo y al amparo del impacto de las masacres atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Con su capacidad industrial y un optimismo propio de las primeras comedias de la televisión, los Baby boomers definieron un modelo de sociedad y visión de futuro que el 7 de noviembre de 1989 fueron capaces de derribar el Muro de Berlín y la visión alternativa del mundo, la soviética, que también nació al termino de la Segunda Guerra Mundial.
Instalados plenamente en la tercera edad, esos casi 80 millones de estadounidenses (más sus versiones clonadas en las clases medias del resto del mundo) son la columna vertebral de un modelo económico basado en la depredación de los recursos naturales –desde el agua y aire hasta la mano de obra de miles de millones de habitantes del tercer mundo. Son ellos y sus 401k´s la principal fuente de descontento ante la gran crisis financiera mundial de hace una década. Es por ellos y la ilusión que les representa el artificial boom en las bolsas de inversión, que se puede mantener dentro de la Casa Blanca el señor Trump.
Por ello, el 2019 –un año sin juegos Olímpicos, Mundiales de Futbol o grandes elecciones–, marcará un paso más en el traspaso de las riendas del poder de vuelta hacia la región del mundo que por más tiempo ha podido presentarse como modelo de civilización, esto es Asia y en particular China. Además de ser el país más poblado del planeta y el principal motor económico del mundo, China ha logrado demostrar las ventajas logísticas del capitalismo de Estado versus el modelo de competencia entre grandes conglomerados transnacionales que se levantó en el otro lado del Pacífico.
Devaluada la democracia a su nivel de caricatura que protagoniza el actual orden de cosas de la vida política de Estados Unidos, a nadie debería sorprender el viraje hacia la extrema derecha y el populismo de varios de los principales países del mundo. Tanto en Europa, cada día más desgastada por el peso de la edad y el regreso de las ideologías de odio entre sus clases trabajadoras, como en América Latina que sigue anclada a la mediocridad de sus élites, Asia es claramente el centro de nuestro mundo (siendo su expansión hacia África un motón de muestra).
Además de sustentarse en un autoritarismo que niega casi cualquier versión de futuro que reivindique la pluralidad y respeto a la diversidad, el modelo económico chino entiende muy bien el gran dilema ambiental de nuestro tiempo: más carbón y más hidrocarburos equivale a más crecimiento económico, punto. Y si un mayor PIB representa más rascacielos, más Lamborghinis, más Dom Perignon y más Cartiers, no parece haber demasiadas bases para sustentar el optimismo.
Claramente la oligarquía China, con sus socios saudís, rusos y de Wall Street son parte de ese 1 por ciento del 1 por ciento que mueve los hilos del poder en el mundo. Capaces de clonarse y modificarse genéticamente, conforman una especie de camarilla cerrada que tiene a su alcance recursos inimaginables, entre ellos su influencia en la construcción de las principales narrativas que definen los sueños personales y aspiraciones sociales de los grandes segmentos del mercado global de consumidores.
La última gran revolución del nuestro tiempo, la de la industria de las comunicaciones y la información, ha permitido que las nuevas generaciones desafíen algunos de los principales paradigmas de los Baby boomers –versión Flistone o Jetson. Para empezar, el propio concepto de familia. O la influencia de las religiones, inversamente proporcional al nivel de escolaridad de la gente. Con todas sus limitaciones –la fácil manipulación de la Social Media, por ejemplo–, efectivamente el mundo es cada vez más pequeño. El acceso a la información y al conocimiento, es más sencillo.
En términos mundanos, comenzamos el 2019 con una conciencia más o menos clara sobre la importancia de la política y economía a gran escala en nuestra vida cotidiana. Sabemos que la generación que gana las elecciones y define los grandes temas públicos se comienza a morir de vieja. Creemos, queremos creer, que a la mayoría de nuestros vecinos sí nos importa cuidar y proteger medio ambiente y deseamos que, como ha ocurrido antes a través de la historia, la ciencia y la tecnología volverán a salvarnos.No aplaudimos la muerte de una niña guatemalteca a manos de el aparato militar migratoria; estamos de acuerdo que la equidad de género y empoderamiento de las mujeres son grandes noticias;. entendemos que de los lujos y los excesos difícilmente llega la felicidad y que, más allá del color de piel o apariencia de sus platillos la sobrevivencia de nuestro planeta depende de la suma de experiencias y aspiraciones de cada uno de nosotros.
Incluidos los otros 7, 699,999,999.