Barack Obama es ya una figura histórica. A poco de concluir su mandato como el primer Presidente negro en la historia de un país en el que el odio racial no ha desaparecido, Obama tiene la posibilidad de favorecer la modernización del sistema judicial de Estados Unidos.
La definición de quién ocupará el sitio que quedo vacante en la Suprema Corte luego del fallecimiento del ultra conservador Antonin Scalia, muy probablemente se convertirá en una batalla política casi tan importante como la propia elección presidencial.
Las razones son más o menos obvias: en un contexto de profundas fracturas ideológicas y políticas, la silla vacante en la Suprema Corte representa el fil de la balanza en las decisiones fundamentales al interior del máximo órgano judicial del país, el cual queda provisionalmente entrampado en un empate 4-4 entre los jueces conservadores y liberales.
El tema es tan relevante que a los pocos minutos de conocerse la muerte de Scalia, el
el líder de la mayoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, anunció que intentará bloquear cualquier participación del Presidente en el proceso de elección del nuevo ministro. La Constitución establece que el Presidente postula a los candidatos a la Suprema Corte y corresponde al Senado su ratificación (o no).
Además de un posible empantanamiento en definiciones legales fundamentales –como las Acciones Ejecutivas en materia de migración–, parece inevitable que el tema del nombramiento del nuevo ministro intensificará el ruido ideológico de la contienda política de este año.
De cara a una muy probable contienda electoral entre una propuesta antisistema estruendosa, grosera y muy peligrosa (Donald T,) y una propuesta moderada y bastante tradicional (Hillary C.), la batalla por la Corte puede convertirse en una nueva oportunidad para que Obama se suba al escenario.