Además de las mujeres más hermosas de México y los mariscos más sabrosos del país, Culiacán puede presumir su condición histórica como la capital del narcotráfico.
La primera vez que puse un pie ahí fue durante los primeros días de abril de 1989. Con una excusa menor, el periódico para el que trabajaba me envió a hacer un reportaje sobre el Güero Palma, un personaje sobre el que bastaba levantar una piedra en el mundo de las cantinas y periodistas de la ciudad para conocer su leyenda negra. Por “suerte de novato” la gran noticia me llegó en forma de una conferencia de prensa en la que el alto mando de la otrora Procuraduría General de la República anunció el arresto de Miguel Ángel Félix Gallardo, el primer jefe de jefes del narcotráfico en el país. Por supuesto, sinaloense.
Desde entonces, la relación entre el poder político y el crimen organizado ha sido uno de mis temas periodísticos favoritos. Eso y un reportaje de pocos años adelante que narraba el caso del general cubano que fue fusilado por Fidel Castro para intentar que la mancha de corrupción alcanzara la imagen de la revolución cubana, son los dos detonantes de mi interés en el asunto.
El hecho es que la inmensa mayoría de los grandes narcotraficantes tienen su origen en un puñado de pueblitos y rancherías localizados a menos de una hora en carretera de Culiacán. Allí crecieron y de allí subieron hasta alcanzar su condición de supuesto control sobre el mercado de drogas ilícitas más grande del mundo, Estados Unidos.
Hoy que el tema ha generado una verdadera industria para el cine y la televisión, pensaba que todo lo que había que decir, ya estaba dicho.
Sobre todo, en El Siglo de las Drogas, donde Luis Astorga, el gran historiador de ese fenómeno, documenta la manera en que todo comenzó allá. Desde la Segunda Guerra Mundial y el pacto secreto entre el aparato militar estadounidense con la mafia de ese país y autoridades mexicanas para producir morfina-heroína en esas tierras.
O en los intensos relatos de Don Winslow en su extraordinaria novela El poder del perro. Desde el surgimiento, ascenso y caída de Rafael Caro Quintero, los hermanos Arellano Félix, Chapo Guzmán, Amado Carrillo y todos los demás. Y, por supuesto, en la literatura de Élmer Mendoza, quien mejor ha capturado esa subcultura internacional que tanto influye en la imagen de los mafiosos de todo el continente.
Obvio: me equivoqué. Después de medio siglo de vivir de acuerdo al paradigma “contra el Estado, nada”, la confirmación de que Ovidio Guzmán López fue detenido y, tras la rebelión callejera de sus sicarios, liberado, me llevó de regreso al tiempo del asombro y la sorpresa.
En lo personal considero a Culiacán como una de mis ciudades favoritas. De allí viene gente muy querida. Con un calor infame todo el año, su gente me ha parecido la más cercana al mundo de los chilangos entre todas las identidades culturales del norte del país. Quizá por su raíz náhuatl, a lo mejor por sus mujeres, y sin duda, por el aguachile, el callo de hacha y las cervezas bien heladas.
Por razones profesionales la he visitado en diversas ocasiones. Creo que recorrí todos los narco-tours posibles: el santuario de Malverde, localizado a unos pasos del edificio de gobierno; las marisquerías de El Fuerte, donde bajan los muchachos de la sierra a gastarse sus dólares con el cuerno de chivo a un lado de la mesa. Las colonias y las casas en que nacieron y/o crecieron los capos más famosos. La avioneta vintage de un célebre exgobernador muy querido en el lugar. O los changarros de cambio de moneda en el mercado. O las enormes mansiones —unas baleadas y otra no—, que el imaginario popular le atribuye en propiedad a los dueños del circo criminal. Por supuesto que también las capillas del panteón local en que es posible ver en vivo la representación de todos los estereotipos sobre el tema.
A pesar del calor, Culiacán es una ciudad hermosa. Con su río aún vivo que la cruza, los pocos cafecitos que dan refugio a su mundillo cultural tan cercano a la Universidad Autónoma de Sinaloa —desde la época de Los enfermos a la fecha—, las maravillas de sus “carretas de mariscos”, hasta el paseo nocturno por esa larga avenida de camellón al centro por la que salen los niños buchones a desfilar en sentido contrario en sus cuatrimotos.
Sus élites y sus megaricos suelen vivir en fraccionamientos cerrados —tipo el de la más reciente balacera—, supuestamente para mantener a sus hijas fuera del interés sentimental de los capos. Y en mucho por una cuestión de clase social, para tomar distancia con los plebes de las camionetas pickups, la música de banda y los corridos.
Conscientes del estereotipo que por décadas ha acompañado a los sinaloenses, incluso algunos de los personajes más prósperos del estado —su agroindustria es la más importante de México—, han sufrido de manera directa el peso de la mala fama. Sea en la versión de jóvenes de botas piteadas, pantalón de mezclilla, cadenas de oro al cuello y metralleta sobre el hombro, o la más moderna, look de ejecutivo, ropa “de marca” y autos deportivos, la percepción pública –muy reforzada por los medios–, ha generado grandes prejuicios contra buena parte de su gente.
Luego del fenómeno de los narcojuniors de los años 80 y 90 en que con el boom de la cocaína en Estados Unidos el narco penetró las iglesias, escuelas y círculos sociales de los más privilegiados, lo cual provocó que los hijos de las familias ricas se convirtieran en gatilleros de lujo de las distintas pandillas que conformaban los carteles, la élite tradicional de Culiacán intentó aprender su lección y mantenerse alejada del look asociado con los nuevos ricos.
Eso, a pesar de que en Culiacán es perfectamente posible que llegue a la alcaldía un personaje de la familia de criminales célebres y a pesar de que, como suele ocurrir en los lugares y momentos en que la cúspide del poder y sus sótanos se han fusionado, en Culiacán todo mundo parece saberlo todo. Por ejemplo, que El Chapo Guzmán tiene muchos años que no es el jefe de la plaza, sino El Mayo Zambada.
De cualquier manera, durante los operativos y enfrentamientos armados que llevaron al arresto de uno de los hijos del Chapo, el shock colectivo y la sorpresa social parecían muy auténticas en el torrente de videos y mensajes en redes sociales generados por dicho incidente. Más allá de la torpeza de sus autoridades para lidiar con el breaking news que involucra al personaje condenado a pasar el resto de su vida en una celda helada en una prisión de máxima seguridad en Estados Unidos, la reacción de la sociedad culichi parecía de pasmo y preocupación verdaderos, incluso, para el país de los 100 asesinatos diarios.
En caso de que hasta su nueva celda le llegue la noticia de que uno de sus hijos logró que en unas horas de violencia y caos doblegaran la fuerza del Estado y le dieran un triunfo histórico a la impunidad criminal del imperio que alguna vez encabezó, supongo que El Chapo tampoco lo podrá creer.
Por supuesto que Culiacán no es ya la sede de los grandes cárteles del comercio de drogas declaradas oficialmente como ilegales. Desde los 80, los capos se mudaron para Guadalajara, luego a Juárez, Monterrey y la Ciudad de México. El negocio es mundial y su presencia también.
Pero al menos para México, Culiacán representa sus orígenes. Las raíces de los principales cárteles —quizá todos, menos el que nació en Tamaulipas— vienen de la tierra montañosa y húmeda que une a Sinaloa, Durango y Chihuahua. El llamado triángulo dorado, cuya puerta principal ha sido por muchos años Culiacán.
Y luego de la estrepitosa derrota del “uso legitimo de la fuerza” de la tarde del 17 de octubre de 2019 –de una forma que e nunca se vio en Medellín, Cáli, Miami o Chicago– seguramente Culiacán volverá a ser señalada como la capital mundial del narcotráfico.