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El payasito de la fiesta

En el viejo mundo, el ejercicio del poder suponía la ejecución de una serie de rituales cuidadosamente diseñados para fortalecer la imagen de autoridad del monarca. Era la liturgia del poder.  En el nuevo mundo, vemos al Sumo Pontífice repeler a manotazos a una feligresa incomoda y el presidente de la nación más poderosa del mundo se comporta como una diva y utiliza su teléfono personal como un torrente permanente de insultos y mentiras.

 

Decir que el prestigio de la política se ha devaluado es decir poco. En su versión de mero espectáculo mediático, los liderazgos de ahora giran en torno a la capacidad de generar escándalos y lanzar ocurrencias.

 

Al menos en las llamadas democracias occidentales en las últimas décadas ha sido muy claro el proceso de desgaste de las instituciones y la caída del respaldo popular a los diversos gobiernos. El regreso de los modelos populistas –tanto de derecha como de izquierda–, son los ejemplos más claros de una especie de degradación de la legitimidad de las autoridades emanadas del principio de la voluntad popular.

 

Durante miles de años la autoridad, emanada directamente de la fuerza bruta, tenía como su razón última en el miedo (la dialéctica del amo y el esclavo). Por siglos la voluntad divina fue utilizada como justificación del ejercicio del poder político y económico. Muchos de sus ritos, protocolos y parafernalia vienen de las iglesias y los imperios antiguos.

 

Al inicio de la tercera década del nuevo milenio, luego de medio siglo en que la exacerbación de la inequidad en la distribución de la riqueza ha sido probablemente el principal cambio estructural en las sociedades modernos, uno de los efectos más notables ha sido la modernización de la política, sobre todo debido a la creciente mediatización de las diversas sociedades, al punto de convertirla en una especie de circo de varias pistas en el que, al parecer, se toman las grandes decisiones sobre los temas menos importantes.

 

Las estrellas del espectáculo varían de país a país. Están las versiones autoritarias burdas (Turquía, Venezuela, Bolivia, Rusia), los personajes carismáticos medio vacíos (Trudeau, Macrón, Peña Nieto). En otros casos, los mandatarios son figuras que podrían haber disputado el rol protagónico a Joaquin Phoenix en su más reciente película (The Joker).

 

México es quizás uno de los episodios más notables. Originario de la cultura política de la “dictadura perfecta”, el actual presidente se comportó durante un par de décadas como principal opositor al régimen establecido. Tenaz al extremo, fue construyendo una peculiar narrativa política –agenda de valores conservadora, claro compromiso social en favor de los más pobres, pragmatismo extremo en materia económica e internacional y estruendosa retórica en materia de corrupción–, la cual le ayudo para que, en su tercer intento, llegara a Palacio Nacional.

 

Capaz de aprovechar las profundas debilidades de una industria mediática adicta a los subsidios gubernamentales, el presidente Obrador, conduce la agenda noticiosa del país utilizando los más clásicos trucos de la distracción.  La “opción” de rifar un avión de 130 millones de dólares es apenas un botón de muestra de su amplio repertorio.

 

Un discurso maniqueo –“nosotros” vs “los conservadores”, el abierto reclutamiento de periodistas-voceros y la demostración de gran talento taurino durante sus conferencias de prensa matutinas le han permitido a presidente mexicano apuntalar índices de aprobación notoriamente altos para un gobierno con cifras récord en materia de criminalidad y tasa cero de crecimiento económico.

 

Como los tlatoanis del viejo régimen, se muestra casi siempre rodado de ese “pueblo bueno” que, cree, volvería a pagar el avión que él convirtió en su bandera electoral favorita. Emotivo, es magnético en sus arengas de tribuna, pero se dice incapaz de “hablar de corrido” cuando así le conviene. Sus insultos y descalificaciones suelen ser devastadores.

 

Maestro en el oficio de los rituales propios de una nación con una larga historia de caudillos y caciques, el líder de la 4T es fan de “las benditas redes”, esa poderosísima maquinaria digital que ha resultado tan útil para la difusión de medias verdades y realidades virtuales. Gracias a ellas –y a un explícito intento de resucitar el presidencialismo agobiante del siglo pasado–, López Obrador ha logrado conducir la narrativa política, tanto de las élites como del resto de la opinión pública nacional.

 

Tiene todo el derecho, después de todo, dirían sus seguidores, es su fiesta. Después de todo, durante más de tres décadas de imperio neoliberal maldito y 70 años de corrupción priista, ahora le toca a “al pueblo” disfrutar de las mieles del poder. Y que mejor que soñar con pasearse por el periférico en el avión que ni Obama.

 

 

 

 

 

 

 

 

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