Pocas afirmaciones más equivocadas que calificar a Estados Unidos como “República Bananera”. El ofensivo concepto, acuñado por el propio gobierno estadounidense a principios del siglo pasado para referirse a algunos países centroamericanos, de poco sirve para caracterizar el caótico fin de la presidencia de Donald Trump.
Gran espectáculo mediático y profundo golpe al orgullo nacional del país más golpeado por la pandemia, el asalto al Congreso no alcanza a ocultar la verdadera noticia del día: la victoria demócrata en Georgia, con lo cual Joe Biden, el próximo presente asegura que contará con una mayoría de votos de legisladores de su partido, tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado, por primera ocasión en este siglo.
Hoy repudiado hasta por quienes hace unas semanas lo defendían –como es el caso de Chris Christie, ex gobernador de New Jersey, quién durante horas apareció en televisión diciendo que le estaba marcando a Trump a su celular para recomendarle que pidiera a sus seguidores detener el ataque–, el propio inquilino de la Casa Blanca se develó como lo que siempre fue: un demagogo y un oportunista.
Y sin embargo, su desplante golpista fracaso. Después de convocar a una manifestación frente al capitolio y proclamar, otra vez sin prueba alguna, que le robaron la elección, una turba de varios cientos de sus simpatizantes arremetió con violencia contra la sesión legislativa que formalmente debería confirmar el triunfo de Binden. Lograron detener la sesión, y sin negar el enorme valor simbólico de una acción de ese tipo, su victoria fue pírrica ante un clamor generalizado, tanto popular como en los distintos aparatos institucionales, de repudio ante semejante acción.
Tachado, no sin razón, de populista, autócrata y cuasi fascista, durante varias horas de este miércoles 6 de enero el señor Trump apostó por la ruptura y, sin embargo, acabo grabando un video en que proclamaba su amor por sus fanáticos seguidores, les pedía detener el golpe irse a sus casas.
Lo mismo que él tendrá que hacer. Derrotado por el voto de una clara mayoría de ciudadanos, derrotada por la fortaleza de su sistema judicial, por el vigor de sus medios e incluso por la propia clase política en su conjunto, Trump se irá a su casa.
Audaz propagandista y verdadero genio de la manipulación, durante décadas supo construir una importante fortuna a partir de innumerables mentiras y grandes estafas. Pero luego de cuatro años de agitar las banderas del odio y el racismo, finalmente se topo con el muro de la realidad: esto es, que en contraste a la obvia comparación con la República de Weimar de la Alemania de la tercera década del siglo pasado que le abrió las puertas al tirano, la fortaleza del viejo sistema institucional de Estados Unidos, con todo y sus múltiples fallas, logró reducirlo a un rol en el que, al menos por los próximos cuatro años, lo convertirá en extremista en jefe de esa masa amorfa de intereses que el senador John McCain alguna vez describió como “los loquitos”. Lo hará, muy probablemente, desde una obscura –aunque seguramente lucrativa, plataforma televisva.