El dato es contundente: uno de cada tres ciudadanos que la Oficina del de Estados Unidos identifica como “Hispanics” votó en las pasadas elecciones presidenciales a favor de reelegir a Donald Trump como presidente.
Según el último informe del Pew Center, el candidato republicano, quién hizo de su repudio a los inmigrantes su bandera favorita de campaña, alcanzó el 38 por ciento de las preferencias Latinas. A partir de ahí, Jorge Ramos, probablemente la figura pública más reconocida dentro de esta comunidad construye una narrativa brillante, pero al final equivocada.
En un texto reciente el conductor estrella de Televisa-Univision recupera la añeja tesis atribuida a Ronald Reagan según la cual “los latinos son republicanos. Solo que no lo saben”, en referencia a las supuestas raíces conservadoras de los inmigrantes latinoamericanos.
Más allá de las de suyo interesantes reflexiones del veterano periodista para explicar lo que realmente ocurre en este tema –como reconocer que el voto hispano no es monolítico, considerar la influencia católica en los inmigrantes latinos, así como destacar el peso que pudo tener la retórica anti-socialista contra el candidato demócrata –, para entender la importancia real del músculo político Latino resulta indispensable considerar al menos dos factores más: el resultado electoral en conjunto y el propio concepto de la “identidad Latina”.
Veamos primero el factor Trump. Aunque sin duda perdió la elección, el hecho es que estuvo muy cerca de haberla ganado. Haber obtenido más de 74 millones de votos a partir de una propuesta intolerante y aislacionista es en sí mismo un asunto mayor.
Para quienes no queremos aceptar que la mitad de la sociedad estadounidense este de acuerdo con posiciones racistas y de odio que abrirán las puertas al fascismo en Estados Unidos, la pregunta central no es por qué 6 millones de hispanos prefirieron al caballero del peluquín anaranjado sobre Joe Biden, sino, entender por qué ellos, más la gran mayoría de la población blanca evangélica, más amplios sectores de la más baja escolaridad, más quienes se engancharon en el crecimiento artificial de los mercados especulativos, prefirieron al señor de las mentiras.
Negar la condición del factor Trump como un síntoma sería un grave error. Lo sería también negar el amplísimo cansancio social ante sistema económico y político profundamente desgastado. Debemos reconocer que vivimos tiempos interesantes que en diversos países del mundo han sido la causa por la que tanta gente considere catárticas ilusiones de cambio en difusas propuestas anti-sistema, la banalización de la vida pública y los de ataques permanentes a políticos profesionales, medios de comunicación y “elites” que el propio Trump representaba tan bien.
Cierto que su vertiginoso asenso de la popularidad comenzó con sus insultos a los mexicanos: “bad hombres”, “criminales” y “violadores” y, claro, su infame promesa de construir 2 mil millas de su “gran muro”. Y aún así, en 2016 consiguió el 28 por ciento del voto hispano.
Luego, desde la Casa Blanca continuó abriendo cuanta caja de Pandora encontró a su paso: el desprecio al islam, a las mujeres, a los “países de mierda”, e incluso, en palabras de Ramos, con su arrogante desplante tirando papel de baño a los sobrevivientes del huracán María en Puerto Rico en el 2017.
Lo relevante es que, a pesar de su abuso del pulpito presidencial y su excepcional talento para controlar la narrativa pública desde su cuenta de twitter, el proyecto Trump se hundió. Joseph Biden es presidente en buena medida gracias a que 10 millones de hispanos votaron por él. El voto hispano fue el más alto de la historia. En parte, como sucedió a Reagan y al propio George W. Bush, porque una tercera parte de ellos hayan decidido votar por al abanderado republicano en la búsqueda de un segundo termino presidencial.
El segundo gran tema es de la propia “identidad Latina”. Concepto nacido en un escritorio –la Oficina del Censo de los 60´s–, el universo Hispanic es 100% American. Salvo la retórica bolivariana –de uso casi exclusivo de las ambiciones transfronterizas de algunos presidentes latinoamericanos–, la idea de construir una misma identidad para 60 millones de personas a partir del uso compartido de una lengua, algunas raíces culturales son, por decir lo menos, un asunto bastante difuso.
Si no fuera por los intereses que quieren ver que en un par de décadas este este mercado representará una tercera parte de la población del país, debería bastar con el reconocimiento de que cerca de la mitad de quienes el censo clasifica como Hispanics, son personas que se ven a sí mismo como “blancos”. Como históricamente ha ocurrido con otras olas de inmigrantes –alemanes, italianos, irlandeses, judíos, etcétera—luego de pocas generaciones hasta el uso de la lengua materna termina por diluirse.
Nación de inmigrantes, Estados Unidos sigue siendo un país de doble-nacionalidades. Italian-Americans, Mexican-Americans, Jewish-Americans, Cuban-Americans, Korean-Americans, y un largo etcétera. La primera para las celebraciones familiares y tradiciones culturales, y la segunda para ir a la guerra, para pagar impuestos y hacer negocios.
El propio tema de las remesas, tabla de salvación económicas para México y casi toda Centroamérica, mas allá de demostrar los profundos afectos de los migrantes con sus familias es una demostración clara del progreso material de los nuevos Americanos. Tan mal entendido desde el sur del Río Grande, ese dinero representa alrededor del 5 por ciento de sus ingresos.
Por ello, suponer que con el voto hispano sucederá lo que hasta cierto punto ocurre con el electorado afroamericano –que abrumadoramente vota demócrata casi siempre–, resulta un tanto ingenuo. O lo que le sigue.