Aquello de que “el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones” es lo mejor que podría decirse sobre la decisión del gobierno de México de presentar un reporte semanal sobre las mentiras de los medios de comunicación.
Con la experiencia de haber pasado media vida profesional en el ejercicio periodístico, creo entender que la lógica presidencial va más allá de lo obvio, esto es, escalar la dinámica de polarización permanente que lo llevó de Macuspana a Palacio Nacional.
Montado en la nueva ola populista que recorre el mundo, el presidente de México ha demostrado tener el excepcional talento de gobernar presentándose como oposición. Me explico: a partir de hacer suyas algunas banderas históricas y grandes causas sociales —el liberalismo del siglo XIX, el combate a la pobreza y el rechazo a la corrupción–, ha logrado reconstruir buena parte del viejo sistema presidencialista de la era del “nacionalismo revolucionario”.
Reiterativo al extremo, el presidente prefiere habla de “chachalacas” y fifís”, que del aumento de la pobreza y la violencia o el casi medio millón de “muertes atípicas”.
Maestro en las viejas artes del ejercicio del poder, López Obrador sabe de la importancia de controlar la narrativa pública, el uso de los símbolos y lo que hoy algunos expertos llaman “optics”. Para ello, si Donald Trump tenía twitter, AMLO tiene sus Mañaneras.
No nos equivoquemos: utilizar ese púlpito para atacar a comunicadores y medios puede llegar a ser una estrategia ganadora. Sobre todo, si reconocemos el creciente descontento con la democracia en buena parte del planeta, así como los muy bajos índices de credibilidad y confianza que tienen en los medios buena parte de la población.
¿Los periodistas se equivocan?, ¿mienten?, ¿tienen agendas? Unos más y otros menos, pero por supuesto que sí. Comprarse la visión idealizada del oficio periodístico como una especie de cruzada sagrada en busca de La Verdad es algo que ni los adoradores del Washington Post, Bernstein & Woodward (el caso Watergate) pueden sostener.
Antes que nada, los medios son negocios. Casi siempre forman parte de la industria del entretenimiento. Y, sin embargo, la existencia de un periodismo independiente y libre es, sin duda alguna, un requisito indispensable de un régimen democrático.
Es aquí donde la retórica del Peje comienza a hacer agua. Criticar a los medios desde el poder es autoritarismo. Dicha tarea le corresponde, primero que nadie, a las audiencias –y a juzgar por el tamaño de los tirajes y audiencia, su juicio no es particularmente favorable-. Luego, debería ser obligación de los propios periodistas y sus medios, el establecimiento de mecanismos de auto-vigilancia y profesionalización. Y, como ocurre en diversos países, las universidades podrían salir de sus burbujas de cristal para ejercer el muy necesario seguimiento a lo que se publica y transmite todos los días.
De las poco más de 300 empresas registradas en el padrón de medios del INE –uno de los registros más amplios–, se deriva un universo de unos cuantos miles de periodistas, de los cuales una inmensa mayoría no comparten las condiciones de vida y trabajo del puñado de personajes con que el presidente ha construido su lista de villanos favoritos.
Por ejemplo, los ataques presidenciales pasan por encima de un par de generaciones de periodistas formados a partir de una idea del “periodismo crítico” que asumió que su tarea fundamental es la de vigilar y cuestionar a la autoridad. En buena parte gracias a ellas, AMLO llegó a la presidencia.
Tirar la piedra y esconder a mano desde el púlpito presidencial no debería ser un recurso legítimo, ni siquiera cuando se hace a nombre de “El pueblo bueno”, el nuevo eufemismo con que hoy se nombra a la “mayoría silenciosa” en que desde siempre pretenden sustentarse los nuevos inquisidores.