Hace ya un año y pocos días más dela tragedia de Iguala, en el estado mexicano de Guerrero, en que 43 estudiantes para maestros de la comunidad de Ayotzinapa fueron secuestrados y presuntamente asesinados por grupos criminales apoyados por la policía local.
Aunque se ha realizado una investigación cuyo archivo es superior a las 11 mil páginas y más de 100 personas se encuentran ya en la cárcel, el tema sigue siendo una preocupación mayor en México.
Hasta ahora, amparados en la pobre respuesta inicial del gobierno federal ante los hechos y una muy enérgica reacción de algunos grupos de interés que no han dejado de gritar su diagnóstico a priori –“¡fue el Estado!”, el tema es ya motivo de una agria disputa política que muy probablemente marcará todo el mandato del Presidente Enrique Peña.
A pesar de que está bastante claro que diversos grupos políticos contrarios al gobierno utilizaron a los propios estudiantes como un grupo de choque para intentar disimular diversos negocios ilícitos, incluido el narcotráfico, hasta ahora quienes controlan la narrativa sobre el tema son los mismos que por décadas han lucrado con la radicalización de uno de los estados más pobres de ese país.
En un contexto de profundo deterioro y descomposición de todo el sistema de justicia, aparentes fallas procesales en la investigación –alguna de las cuales involucraría a miembros de la policía federal e incluso quizá a militares– han servido para que los enemigos permanentes del gobierno estén en posición de politizar la investigación. Ello, a costa de sacrificar la profunda y legitima necesidad de los padres de las víctimas de conocer la verdad.
En Guerrero, donde la leyenda de las guerrillas de izquierda radical y ex gobernadores que controlaron por décadas el trafico de heroína, Ayotzinapa puede convertirse en la gran bandera que , supuestamente, “desenmascare” la retórica reformista y modernizadora con que el actual gobierno mexicano intentó presentarse ante el resto del mundo.