Mientras la atención mundial se centra en el conflicto en el Medio Oriente y la crisis de cientos de miles de refugiados que han tenido que abandonar la pesadilla de Siria, Irak y países vecinos para encontrar bazos abiertos y también racismo y odio en Europa, algo bastante similar comienza a ocurrir en Centro América y prácticamente nadie dice nada.
Por Oscar Luna
Opacado por el ruido mediático que llega del Mediterráneo y por la
fantasía hueca de Donald Trump sobre una “Gran gran Muralla” que construiría en la frontera entre Estados Unidos y México, una gran crisis se asoma en el horizonte: el colapso de varios países centroamericanos y un posible éxodo masivo de cientos de miles, quizá millones, rumbo al norte.
Apenas hace poco más de un año del descubrimiento que hicieron políticos y medios sobre la migración de decenas de miles de niños y menores de edad que la inmensa burocracia de la policía migratoria estadounidense (ICE por sus siglas en inglés) era incapaz de procesar.
Aunque el tema salió de los reflectores y la oficina de Immigration and Customs Enforcement reportó algunos avances en el procesamiento judicial de los menores detenidos en la frontera, el tema sigue siendo un desafío real cuya atención va mucho más allá de la retórica política con que Trump y sus clones utilizan para movilizar a los segmentos más extremistas y atrasados de la sociedad estadounidense.
El hecho de fondo es que por poco más de un siglo, diversos países de Centroamérica han conocido una influencia extrema de grandes empresas y el propio gobierno estadounidense. Desde Honduras y Chiquita Banana, Panamá y su Canal, hasta la propia Nicaragua, Anastasio Somoza y aquello de “our son of a bitch”, o El Salvador, Las Maras y el negocio internacional del narcotráfico. El hecho también es que, en general, Centroamérica es una de las regiones del mundo con mayores niveles de atraso social, e índices de violencia más elevados.
En un contexto en el que la migración mexicana hacia Estados Unidos esta cerca de llegar a su primer década de tasa cero –son más los mexicanos que regresan que los que llegan–, la migración centroamericana es, con mucho, el principal desafío para el flujo de personas indocumentadas a través de las casi 2 mil millas de la frontera de este país y su vecino del sur.
El fenómeno ocurre en el contexto en que la tradicional hipocresía del gobierno, que esporádicamente se quejaba del maltrato a sus migrantes en el norte, mientras toleraba la peor corrupción y abuso contra quienes cruzaban su frontera sur, ante un profundo desinterés de gran parte de la sociedad, ha dejado de ser efectiva.
En la actualidad, amplios segmentos de la sociedad apoyan el paso de los migrantes. La Bestia, el tren que sale de Tapachula rumbo al norte llevando migrantes se volvió un símbolo nacional, mientras se construyó un nuevo marco legal para defender los derechos humanos de los migrantes (eso a pesar de que los abusos y el tráfico de personas siguen siendo uno de los principales negocios del crimen organizado transnacional).
Si bien la propuesta de la Cancillería Mexicana en el contexto inmediato posterior a Septiembre de 2001 de crear un perímetro de seguridad de toda América del Norte que fortaleciera la seguridad nacional estadounidense, no prosperó en aquel momento, las últimas cifras oficiales sobre el flujo migratorio hacia el norte revelan que México detiene en su frontera sur más centroamericanos que las propias autoridades del ICE en su área de competencia.
Esta nueva realidad representa un cambio en los paradigmas sobre todo el fenómeno migratorio en nuestro continente. Y aunque desde hace varios lustros México se reconoce como país de tránsito, pero también destino, y ya no solamente como productor de mano de obra para la economía estadounidense, las consecuencias de tener una frontera capaz de detener el flujo de personas podrían ser muy importantes.
El hecho fue señalado recientemente por el diario The New York Times en un amplio reportaje que asegura que el Gobierno de Estados Unidos le paga al gobierno Mexicano para que lleve a cabo “una feroz ofensiva” contra quienes cruzan su frontera sur huyendo de la violencia centroamericana.
Con independencia de del giro editorial del reportaje (de posible impacto político mayor en México), el tema de mayor relevancia sobre este tema gira en torno a una pregunta básica. ¿Quienes salen de América Central rumbo a Estados Unidos son migrantes o refugiados?
Sin duda, el gobierno estadounidense (y aquí también el mexicano), harán hasta lo imposible para definirlos como migrantes, pues así su trabajo para detenerlos y deportarlos (“o liberarlos” como dice su retórica oficial) se facilita e incluso legitima.
A pesar de que algunas voces al interior de Naciones Unidas llevan tiempo alertando sobre su posible condición de refugiados, hasta ahora la visión más común es la de señalarlos como migrantes económicos, y por ende sujetos a detención y deportación.
El texto del diario neoyorquino se refiere a ellos indistintamente como “refugiados” utilizando el término como sinónimo de “migrantes”. Lo cual, considerando los datos duros sobre la situación económica, social y de seguridad que se vive en varios de esos países, no parece demasiado inadecuado.
De fondo, y más allá de la eventual batalla por las palabras, la realidad es que, de manera muy similar a lo que actualmente ocurre con los cientos de miles de familias que han tenido que abandonar sus hogares para tratar de huir del ISIS, también en esta parte del mundo una cantidad muy importante de personas intentan escapar de los verdaderos infiernos generados por la guerra entre pandillas en amplias zonas de América Central.
Por supuesto, que el fenómeno no es exclusivo de esos países. Parafraseando al gobierno Egipcio, se podría decir que México mismo sufre el problema de descomposición social y violencia que ha llevado a miles y miles de personas a salir huyendo en busca de protección o mejores oportunidades para los suyos.
Quizá por ello, ha resultado más cómodo dar seguimiento a la distancia a la Crisis de los Refugiados… de Europa.