César Romero
Más de 40 millones de mexicanos no habían nacido siquiera hace un cuarto de siglo, cuando el candidato del PRI a la presidencia de la República fue muerto a balazos en un barrio miserable de Tijuana.
Bajo el sello de editorial Planetase publico en ese 1994 “Colosio, el poder tras el crimen”, un esfuerzo periodístico que partía del reconocimiento de que ninguno de sus dos autores era experto en criminalística y por lo tanto no intentaba siquiera resolver el misterio en el que se había involucrado medio país para determinar si la autoría material del homicidio fue el resultado de la “acción orquestada” de uno, dos o tres “Aburtos”.
La idea central del libro era bastante simple: casi desde el instante mismo en que una bala calibre 38 entraba por el lado derecho de la cabeza de Luis Donaldo Colosio, las diversas facciones del poder político iniciaron una brutal lucha para influir en el resultado de las investigaciones sobre lo ocurrido aquella tarde de miércoles en Lomas Taurinas.
Transmitido en vivo por la radio y minutos después por televisión, el atentado dejo al descubierto una despiadada disputa entre las camarillas del sistema en la que fue más que evidente la podredumbre del sistema judicial, de las mafias políticas y de grupos delincuenciales, tanto dentro como fuera de la legalidad.
Y aunque el clan Salinas logró imponer la verdad históricaque, 25 años después mantiene al insignificante Mario Aburto tras las rejas en su calidad de “asesino solitario”, a la distancia sigue vigente la voz popular según la cual la autoría intelectual corresponde a un difuso “ellos mismos”.
Ciertamente que para la generación que le toco vivir ese momento, el asesinato de Colosio marcó un antes y un después. Y aún más para quienes, de una manera y otra, fueron sus protagonistas.
Entre ellos, ese hoy altísimo funcionario de la 4T que estuvo detrás de la revelación de tarjeta en que, de puño y letra, Raúl Salinas de Gortari envió a Luis Donaldo el ominoso mensaje de que “recuerda que las puertas de Los Pinos se abren desde dentro”.
Seguramente también Carlos Salinas de Gortari, entonces presidente, quién con la muerte de su delfín vio truncado su sueño transexenal. Por no hablar del propio Manuel Camacho, José Francisco Ruiz Massieu y la docena de personas cercanas al caso que también perdieron la vida, política o literalmente.
A 25 años de distancia nadie se acuerda de las crónicas de unos días después del 23 de marzo en que algunos de los reporteros que cubrían la fuente presidencia adelantaban, casi entre líneas, que el ungido como candidato oficial sustituto sería Ernesto Zedillo.
Y mucho menos, del frustrado intento presidencial de usar su aparato mediático para convencer al país que detrás del crimen estaba la mano siniestra de “La Nomenclatura” (el expresidente Echeverría), quien magistralmente lo venció con un simple “yo no controlo ni a mis nietos”.
En suma, es poco lo que nos queda de aquella terrible disputa al interior de un partido que 65 años antes había nacido de un magnicidio y que hasta entonces operó como una formidable maquinaria política basada en una disciplina interna, que bien podríamos haber llamado omerta.