A Dilma Rouseff, primera mujer en ocupar la Presidencia de Brasil, le corresponde el triste rol de representar el fracaso más importante de las izquierdas latinoamericanas de la última generación.
Condenada por el pésimo desempeño de la economía brasileña y un desanimo social más o menos generalizado, la Presidenta Rouseff fue rechazada abiertamente por el Congreso de su país –367 votos en su contra y sólo 137 en su defensa, realizado el pasado domingo 17 de abril.
La ofensiva política provocaría que abandone el cargo mientras enfrenta cargos penales por corrupción, en caso de que que el Senado decida ratificar la decisión de la Cámara de Diputados, lo cual podrían suceder en las próximas semanas.
La presidenta denunció, por supuesto, que las acusaciones en contra suya y buena parte del equipo encabezado por su hoy supuesto subordinado, el ex presidente Lula, están motivadas políticamente y son orquestadas por quienes se oponen a los grandes avances sociales que su gobierno impulsa.
El problema está en que en la propia sociedad brasileña muy pocos ven esos avances. Luego de casi una década en que Brasil fue considerado el gran modelo económico y social de esta parte del mundo y sus líderes eran la envidia de los presidentes de países como México. El colapso brasileño –que va desde la caída de su economía a consecuencia del retroceso de los precios de diversas materias primas, hasta su estridente fracaso en el último Mundial de Futbol llevado a cabo en su propio país–, podría tener su colofón en una gran crisis social que enmarque la celebración, ahí mismo, de los próximos Juegos Olímpicos Río 2016, durante el verano que viene.
