Ignazio Lula Da Silva fue siempre un luchador político. Aguerrido líder sindical, tres veces tuvo que hacer campaña para finalmente convertirse en Presidente de Brasil. Y cuando lo logró, alineado con una gran ola progresista que afectó a gran parte de América Latina, se convirtió en uno de los presidentes más populares y queridos de su país y gran líder de toda la región. Y con él, la economía brasileña fue la gran estrella que guió un importante avance social en América del Sur.
Pero el mundo cambió. China dejó de crecer exponencialmente. Lula dejó el cargo a su subordinada, Dilma Roussef. Y llegó el Mundial con la humillante derrota, 1-7 de la verde amarela contra la selección de Alemania en el Maracaná. Y las multitudinarias protestas por el fracaso económico del régimen. Y el fin comenzó a llegar.
Detenido por la policía brasileña aunque fuera por unas horas, Lula está en el centro del escándalo de corrupción en torno a Petrobras, el gigante petrolero controlado por el gobierno de su país. El otrora líder del Partido del Trabajo tuvo que recurrir al gran manto de la impunidad latinoamericana, el fuero, al aceptar un cargo dentro del gobierno (ya de suyo tambaleante) de Dilma Rouseff.
Tierra de caciques y caudillos, América Latina sigue viviendo los efectos del viraje histórico hacia gobiernos de derecha que tiene como pivote la reciente caída en los precios de las materias primas en el mundo. Marcados por el creciente repudio ciudadano a la corrupción los cambios de régimen tocan ya la puerta. En Venezuela Maduro se derrumba. En Argentina, el imperio de los Kirchner se acabó. Evo Morales va de salida en Bolivia. Incluso en Cuba, algún día los hermanos Castro dejarán el poder. ¿La gran excepción? Hasta ahora, México, como (casi) siempre.
