México es una nación mucho más grande que sus fronteras. Es uno de los pocos países del mundo cuyas raíces son las de una civilización milenaria. Su historia es rica y plagada de contradicciones: gente buena en un sistema corrupto, grandes recursos naturales y desigualdad social extrema. Su riqueza cultural es enorme y la fortaleza de su identidad nacional es reflejo casi obligado de su condición de ser el vecino pobre de la –hasta hace poco tiempo, economía número uno del planeta.
“¡Pobre México!, ¡tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos!”, un dicho casi tan popular como el de ¡Como México no hay dos! la célebre frase de Porfirio Díaz refleja un pensamiento que hoy comparten poco menos de 120 millones de personas dentro del territorio mexicano.
La pesadilla Trump ha sido capaz de unir a una amplia mayoría que rechaza convertirse en el sparring favorito en que el nuevo Presidente de Estados Unidos prueba los golpes con los que intenta levantarse, ante el resto del mundo, como el tirano que logró restaurar el imperialismo Yankee de su supuesto desplome.
Hoy en México volvió a estar de moda la retórica anti-gringa. La misma clase media mexicana híper americanizada y sus élites económicas que por más de 150 años han tenido en el modelo Americano su sueño más acariciado, e incluso los mismos detractores de la construcción del Nafta hace un cuarto de siglo, hoy lo que es bien visto es quejarnos del enorme maltrato Estados Unidos promueve en contra de nuestros paisanos, los migrantes.
Sin reconocer que el fracaso económico de nuestro propio país que supo crear las oportunidades de trabajo que su crecimiento demográfico obligaba, la profunda discriminación y el racismo que han sufrido campesinos e indígenas, son causas originales que los obligaron a millones de paisanos a irse “pa´l otro lado”, ahora lo que está cool es aprovechar el viajecito al mall para coleccionar alguna historia que documente el maltrato a esos 35 millones de personas con raíces mexicanas que han construido su nueva patria al norte de la frontera.
Ojo, no se trata de menospreciar que, aunque tarde, la solidaridad debe ser siempre bienvenida. La reconciliación social entre esos dos Méxicos, ahora divididos por el “gran, gran muro” del señor Trump pude ser, debe ser, la mayor oportunidad que la nueva realidad que nos toca vivir.
Más allá de la retórica emocional que hable de los profundos lazos de sangre que unen a cientos, sino miles, de pequeñas comunidades en ambos países, el tema es valorar el gran potencial de una nación cuyas fortalezas se extienden en dos países. Desde el caso tan trillado del Puebla-York, hasta la hermandad de facto entre lugares como Waukegan, Illinois, un pueblito a unas cuantas millas de Milwaukee, WI., con diversos poblados al norte de Veracruz, los lazos entre millones de personas son, literalmente, lazos de sangre. Y, sobre todo, una oportunidad enorme de desarrollo.
A pesar del México de la clase media urbana que copia casi todos los patrones culturales del American way of life, o de los grandes monopolistas mexicanos, de los cuales la inmensa mayoría ha fracasado en sus intentos de abrirse un lugar relevante en aquella economía de casi 16 millones de millones de dólares anuales, por más de medio siglo ya los lazos entre los grupos sociales de migración tradicional (Oaxaca, Michoacán, Zacatecas, Puebla, etcétera) han sido casi siempre muy estrechos.
Y cómo no, si se trataba del padre que se iba cada par de años a trabajar Texas, Nueva York o California, mientras su mujer le cuidaba los hijos en su pueblo de origen. O luego, cuando –a mediados de los años 90´s–, un presidente demócrata que al endurecer la frontera rompió la circularidad histórica de los flujos migratorios, provocando que ahora la madre también cruzara y luego, cada par de años, mandara a traer a cada uno de sus chamacos.
A más de 5 años de que la migración neta de mexicanos hacia Estados Unidos ha mantenido una tasa negativa –son más los que vuelven a México que los que salen–, llegó el señor Trump con sus banderas xenofóbicas y racistas. En su cruzada contra los “bad hombres”, aún no supera el record impuesto por la presidencia de Barack Obama que deportó a más de 2 millones 500 personas. Pero su retórica, como la del alemán aquel al inicio de los años 30 del siglo pasado, va preparando la tragedia.
Y aunque para algo puedan servir las giras de periodistas famosos, escritores influyentes y ex funcionarios de la Cancillería, los verdaderos pilares contra la cacería humana que prepara el nuevo gobierno de Estados Unidos son tres:
• Una importante mayoría de la propia sociedad estadounidense que no pude ocultar su vergüenza y enojo por el nuevo inquilino de la Casa Blanca que fue electo por la otra mitad (la más chica). Las resistencias del Estados Unidos educado y moderno a casi todo el proyecto fundamentalista que promueve su presidente es bastante clara.
• El México popular –ése de la cantante Selena, de los Tigres del Norte y La Rosa de Guadalupe’’–, sigue teniendo profundos lazos con el México del norte y su influencia en ambos países es cada día mayor. Y no podría ser de otra manera siendo las remesas una de las principales fuentes de ingresos económicos para el país.
• También lo es el propio peso económico y demográfico de la comunidad Latina de Estados Unidos. A pesar de los golpes de twitt del presidente Trump, el hecho es que la inmensa mayoría de los migrantes de origen mexicano, son ciudadanos estadounidenses por nacimiento. Juntos, con el resto de los migrantes de origen latinoamericano, representan una formidable fuerza económica con un poder de compra de 1.5 millones de millones de dólares y, sobre todo, tienen un rol central en diversos sectores de la economía de su país. Del agrícola a la construcción, de la hospitalidad al cuidado de la salud.
Por ello, la mejor alianza que pueden hacer quienes impulsaron la modernización de México a partir de fortaleces sus lazos con América del Norte, es justamente acercarse a las comunidades de nuestros paisanos que hoy radican al lado norte de la barda. Se trata de poco más de 7 millones de familias que temen por propia sobrevivencia en estos momentos aciagos. Reconocer que ellos, como nosotros todos, también somos Americanos, es el movimiento correcto. Tanto por un tema de valores, como por los intereses propios de nuestros países.
No se trata, como aconseja la miopía política, un tema de apoyar al gobierno en turno, sino de reconocer que el México migrante ha superado, en muchos campos, al México tradicional. Sobre todo, en Estados Unidos, un país que a pesar de los exabruptos de su presidente sí es una nación creada por gente que nació en otro país. Constituyendo la cuarta ola inmigración más grande se su historia, la presencia Latina (sobre todo mexicana) en la estructura misma de la sociedad es enorme. En un país en el que es normal la doble identidad nacional (Irish-American, Italian-American, etc.), ser Mexican-American es perfectamente aceptado.
Incluso en el caso de que el huracán Trump lograra deportar a los 11 millones de indocumentados que trabajan aquí y han hecho de este su nuevo país, de cualquier modo, en muy poco tiempo un tercio de la población de Estados Unidos será de origen Latino.
Su presencia se nota en todos lados. De la comida a la música, del mundo de negocios a la innovación científica. En las escuelas, en el campo y en gran cantidad de industrias. Los Latinos son el segmento de la población más joven (al menos una década menor que el promedio) y el que más trabaja (dos de cada tres están empleados).
Por ello, para el México del sur (de Tijuana hacia abajo), la actual coyuntura es una enorme oportunidad. Y como diría el clásico, es un tema demasiado relevante para dejarlo en manos del Gobierno y sus burocracias diplomáticas. Al reconocer que México es, sobre todo, su gente y su cultura, son las sociedades de ambos países –mucho más que los grandes jugadores de una economía norteamericana perfectamente complementaria–, las que podrán definir si esta parte del mundo seguirá teniendo capacidad de competir con los otros grandes bloques de poder del siglo XXI.
Y para millones de familias a ambos lados del muro, el dilema incluso es de sobrevivencia. Es por México.