Por Olga Granados
Psicoanalista
Si cerramos los ojos para imaginar un hogar, probablemente a muchos se nos vendrán imágenes de un espacio protegido y amoroso donde hay bienestar. Éstas son las condiciones ideales donde todos merecemos crecer y compartir la vida. Es el ambiente que los niños necesitan para desarrollar todas sus capacidades; para que los adultos se sientan respaldados y con la confianza de salir a enfrentar el mundo y para que los adultos mayores se sientan cobijados. Esto es lo que necesitamos todos para hacer de nuestra vida un pasaje disfrutable, por supuesto, incluyendo la inevitable cuota de dolor que tiene toda existencia.
Sin embargo, esta forma de hogar está extinguiéndose porque la violencia doméstica es más frecuente y más destructiva para todos los involucrados. Siempre ha existido, eso no la hace menos terrible, pero las cifras actuales son alarmantes, por ejemplo, según la OMS en su estadística de 2014, el 30% de las mujeres en el mundo han sufrido algún tipo de violencia y el 38% de los asesinatos de mujeres son perpetrados por su pareja. Esto muestra que las mujeres corren más peligro donde deberían ser más queridas y estar más seguras.
La violencia es el abuso de poder y de confianza que ejerce un miembro de la familia contra otro u otros y comprende todos los actos violentos, ya sean físicos o psicológicos que van desde ignorar hasta el asesinato. Si bien, la violencia de género es la más difundida en los últimos años no olvidemos el maltrato infantil y la violencia filio-parental que es la que ejercen los hijos hacia los padres.
A grandes rasgos podemos decir que quien ejerce violencia requiere esa descarga porque tiene conflictos emocionales severos que no ha podido solucionar y sólo pasa al acto. Claro que hay varios factores culturales que influyen y que se transmiten de una generación a otra pero cada persona decide qué hacer con lo que le pasa y los sujetos violentos han hecho a un lado la posibilidad de tramitar sus conflictos emocionales con las capacidades que nos humanizan como: pensar, expresar lo que sentimos, encontrar opciones diversas y sentir empatía por el otro, que es la base de todo vínculo.
La violencia doméstica por lo regular no se denuncia porque la víctima va minándose de tal manera que ya no puede defenderse y, a veces, ni distinguir el acto violento. Llega a creer que se lo merece porque hizo algo mal y el miedo desactiva cualquier intento de denuncia, piensa que le puede ir peor. A esto hay que sumarle los pactos de lealtad que se generan en las familias donde se apela al amor – el cual evidentemente no existe -, a la “unión familiar” y a la compasión por el agresor, “está nervioso… tuvo un mal día…”, para impedir cualquier tipo de denuncia, es decir, ni siquiera hablar del tema que ya sería un pequeño alivio para la víctima.
Por otro lado, también hay que preguntarse qué le pasa a la persona que permite la violencia. ¿Cómo es que dejó que sucediera hasta el punto de quedar destruida? Algunas causas están en la inseguridad, la devaluación, la necesidad de amor, la dependencia y provenir de una familia violenta, lo cual provoca cierta ceguera que genera la ilusión de que el agresor “va a cambiar… ya me lo prometió”, nada más falso.
La violencia doméstica causa muy graves daños físicos y emocionales por lo que se requiere un trabajo terapéutico intenso en todos los involucrados para poder resolver los dolores emocionales que los llevan a violentar y a permitir la violencia. También es necesario generar un cambio cultural que desactive los sistemas de creencias que prevalecen sobre la superioridad del hombre y que se aprendan nuevos modelos de ser hombres y mujeres donde el respeto y el cuidado por sí mismo y por el otro sea lo que regule cualquier relación.