Que el Papa es un personaje político de máxima relevancia es un asunto de obvia resolución. Aunque no fuera argentino o jesuita, el Papa Francisco ha demostrado una enorme capacidad de entrar a los juegos del poder en el continente en el que desde 1936 hasta el 2013 llevó el nombre de Jorge Mario Bergolio.
Lo demostró en su visita a Cuba y su “milagro diplomático” que orquestó la ruptura de un hielo de más de 50 años en las relaciones entre la isla comunista y el imperio yanqui. Lo demostró también en su reciente visita a Estados Unidos, desde donde supo controlar la narrativa mediática sobre la Iglesia Católica en el mundo y con ello mitigar el colapso que se veía venir por un encubrimiento de décadas a los crímenes de los sacerdotes pederastas.
Y en México lo ha demostrado, incluso sin haber puesto un píe en ese país. Con su decisión de anunciar, y luego cancelar, su visita a la segunda nación con más católicos del planeta (96 millones, sólo superado por Brasil), el Papa Francisco inició un proceso de intensas negociaciones en torno a su próxima visita, del 12 al 18 de febrero, que bien podría ser tan relevante como las primeras visitas de Karol Wojtyła como Papa, primero a México, en enero de 1979 y luego a su natal Polonia, en junio de 1979.
De cara a una nación –entre muchas— en la que el alto clero ha mantenido un histórico romance con el poder político, la visita de Francisco promete ser, desde su propia logística, una plataforma fundamental para influir en tres grandes temas: En Ciudad Juárez, la importancia de los migrantes; en Morelia, el problema de la pobreza y la desigualdad económica y en el Estado de México –¿qué más?–, la corrupción, la violencia y los abusos del poder.
