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La mano del diablo

Joe McCarthy fue un celébrele senador (Republicano por Wisconsin) cuya infame “cacería” de comunistas da nombre al Macartismo, perfecta expresión para referirse a la demagogia y los linchamientos producidos a partir de mentiras oficiales y abusos de poder.

Con frecuencia comparado con los peores políticos populistas del mundo, McCarthy protagonizó, en los años 50´s, uno de los periodos más obscuros y lamentables de la historia americana. Tan malo como las barbaridades cometidas contra mujeres acusadas de brujería a finales del siglo XVII, o el proyecto de poder que encabeza el señor Trump.

De chamaco creció cubierto de estiércol de gallina en un entorno de inmigrantes irlandeses y alemanes de “clase trabajadora”. A fuerza de trampas y mentiras consiguió ser electo como juez de distrito. Sus biógrafos lo señalan como carismático, adicto al juego, mujeriego y borracho al extremo.

Si evitamos caer en la trampa de pensar a los grandes villanos (o héroes) como seres de excepción, poseedores de mágicos poderes que les permite hipnotizar a las grandes masas, debería quedar claro que McCarthy y el Subcomité de Investigaciones del Senado fueron, más un síntoma de la irracionalidad de la Guerra Fría, que la causa única de cientos de linchamientos políticos y una especie de histeria colectiva que provocó la purga laboral y social de más de 10 mil seres humanos acusados de no compartir el nacionalismo populista que McCarthy y los suyos promovían.

Desde su pulpito legislativo y con el apoyo de grandes imperios mediáticos como el de William Randolph Hearst y el del coronel Robert R. McCormick, personajes como J. Edgar Hoover y Richard Nixon, Roy Cohn, la jerarquía de la Iglesia Católica Americana, Joe y Bobby Kennedy, el junior senator por Wisconsin fue quién provocó el incendio en una pradera que ya estaba seca.

Para decirlo en términos (marxistas) que lo llevarían a retorcerse en su tumba: el Macartismo ocurrió en un contexto, nacional e internacional en el que estaban dadas las “condiciones objetivas” para que la derecha extrema –tan anticomunista como anti gobernista– partieran el país en dos.

En el contexto de los desajustes que el fin de la Guerra había provocado, la ambición global del Kremlin, las tensiones políticas internas y la frustración ante el resultado de la Guerra de Corea, McCarthy construyó una narrativa en que de un lado estaban los patriotas, el “pueblo bueno”, e incluso figuras públicas que habían coqueteado con el nazismo, y del otro, los enemigos por definición: “los comunistas”.  (Un crimen que pronto extendió a homosexuales, judíos y a cualquiera que se le pusiera en el camino).

Sin preocuparse de presentar pruebas o construir casos legales –prácticamente nunca lo logró–, al senador le bastaba con señalar –en su calidad de fiscal-juez-y-verdugo– a personajes como Charles Chaplin, Orson Welles, Arthur Miller, Burgess Meredith, Gypsy Rose Lee, Langston Hughes, en cierta medida al propio Albert Einstein, a Robert Oppenheimer y muchos otros “snobs”, “elitistas”, “intelectuales” o “bichos de esa misma calaña”. En la gran mayoría de los casos sus víctimas fueron ciudadanos comunes y corrientes: secretarias, empleado de poca jerarquía, algún dentista.

McCarthy abrió la caja de pandora el 9 de febrero de 1950. En un discurso ante un club de mujeres presentó una lista de diplomáticos de su propio país a quienes señalaba como “espías comunistas”. La lista era una gran mentira. Literalmente un portafolio con hojas en blanco.

Sin embargo, la “noticia” fue una bomba que inició una cacería de brujas que, muy pronto, alcanzó al propio aparato de propaganda de comunicación del gobierno –La Voz de America–, a militares, profesores universitarios, periodistas, escritores, artistas, científicos y sindicalistas. A muchos de ellos, solamente con citarlos ante su comité, les arruinaba la vida.

McCarthy, como otros grandes demagogos de antes y de hoy, entró a la política a través de las reglas democráticas con la promesa de convertirse en un factor de disrupción en un sistema político anquilosado y mediocre, pero terminó –en mucho gracias a su capacidad de seducir a los medios de comunicación–, convertido en un inquisidor que, por cierto, terminó devorado por sus mismos demonios.

Antes de que la misma mano del diablo, a la que tanto invocó, lo tocara a sí mismo en 1954 McCarthy cayó en desgracia pública al fracasar de manera espectacular en sus intentos de linchar supuestos “traidores” al interior de la CIA y el Pentágono. Poco después fue repudiado formalmente por sus propios colegas y cientos de miles de personas de su propio estado que enviaron cartas exigiendo su destitución. Murió en 1957, alcohólico perdido y delirante, adicto a la morfina, cirrótico, y arrastrado por un torrente de rumores que lo señalaban como homosexual, deshonesto e “indecente”.

Más allá de las personas concretas a las que destruyó, su víctima principal fue la idea de Estados Unidos como un proyecto de libertad, tolerancia y oportunidades. En su lugar desveló el rostro deforme de una realidad de exterminio de sus “pueblos originales”, de esclavitud y explotación extrema en contra de sus inmigrantes de África o Asía. Y en su versión más moderna, la que desde Twitter predica el odio contra los “bad hombres”, las mujeres o los musulmanes.

Paradojas de la historia, quién hubiera pensado que uno de sus más aventajados alumnos en el negocio de sembrar odios, el actual puntero en las encuestas para la elección presidencial de este noviembre sea un abierto admirador de un personaje como Vladímir Vladímirovich Putin, un heredero del malvado José Stalin.

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