Pocos países del mundo han sufrido más a Donald Trump que México. Viajar hasta la Casa Blanca para aplaudirle podría ser la señal de una derrota de dimensiones históricas.
La historia de un país como México bien podría ser contada como un extenso rosario de pequeñas y grandes tragedias:
- Hace 66 millones de años cuando un meteorito de entre 11 y 80 kilómetros de diámetro se estrelló contra nuestro planeta, en el inicio de un cataclismo que provocó la extinción de los dinosaurios, el primer impacto de la roca extraterrestre fue contra lo que hoy conocemos como la península de Yucatán.
- Las civilizaciones prehispánicas, con todo y sus destellos de esplendor, tenían uno de sus pilares religiosos en la realización de sacrificios humanos.
- Con “La Conquista Española”, llegaron la cruz, la espada y enfermedades que provocaron la muerte a cerca del 90 por ciento de los pueblos originales, cuya población en pocas décadas paso de unos 15 millones a menos de 2 millones de habitantes.
- Después, varios siglos adelante, los líderes independentistas fueron fusilados, decapitados y sus cabezas colgadas en plazas pública. La independencia nacional la promulgó una década más tarde un criollo que, de inmediato, se autoproclamó como “Emperador de México”. Menos de 30 años más tarde, un personaje que ocupó el cargo de presidente en 11 ocasiones fue quién “entregó” a Estados Unidos poco más de la mitad del territorio nacional.
- Incluso hoy, en el 2020, en la propia “residencia oficial” del presidente mexicano –ciertamente dentro de un museo–, se puede ver la imagen de la bandera de la barra y las estrellas izada en el asta mayor de Palacio Nacional durante la invasión de 1846-47.
Por supuesto que México no es el único país formado a partir de derrotas, fracasos y heridas profundas. Al menos en los últimos siglos, desde que el concepto de Estado-Nación define las relaciones entre los grupos sociales de distintos lugares, cada país, cada gobierno, intenta construir una narrativa común a partir de una “identidad nacional” que siempre es “única”, en la que hay mitos fundacionales, algunos grandes momentos de gloria y suficientes dolorosas derrotas. Invariablemente, un pilar de estas construcciones ideológicas es la “soberanía nacional”.
Y en nuestra generación, en México, nadie mejor que el campeón en la defensa de “La Patria”, “El Pueblo” y La Soberanía”, que Andrés Manuel López Obrador. Ha sido él, El Peje, el símbolo patrio que durante décadas quién más ha luchado contra el maldito neoliberalismo y la gigantesca ola de corrupción que lo cobija. Así se vendió y así lo compramos.
A pesar de algunos de sus compañeros de viaje –muchos de ellos furibundos conversos del viejo régimen; otros, fervorosos creyentes de la versión clásica del “nacionalismo revolucionario” en su versión de izquierdas–, en la elección presidencial pasada, el santo Peje se presentó como la mejor opción ante un mundo convulso, en el que los enemigos de dentro y de fuera harían todo lo posible por acabar de destruir nuestra sagrada soberanía nacional.
Y no. Obligado por el peso de la realidad –estancamiento económico, violencia creciente en todo el país y, por supuesto la pandemia–, el presidente Obrador les ha pedido a sus seguidores más fervientes que voten, a mano alzada, “si queremos pelearnos con Estados Unidos”. Por ello, por pragmatismo, ante los insultos y amenazas ha puesto, una y otra vez, la otra mejilla. Incluso, renegó de sus promesas de campaña y principal herramienta ante el crimen organizado, construyendo un muro de decenas de miles de militares mexicanos que se dedican a impedir el cruce de inmigrantes hacia el norte.
Ha cedido todo, aguantado todo. La realpolitk lo obliga. Su biografía hace suponer que sufre. (Académicamente se formó en el “nacionalismo progresista” de la Facultad de Ciencias Políticas Sociales de la UNAM; políticamente creció montado en la ola del antiimperialismo yankee más encendido).
Hombre que dice conocer la historia, genio en el manejo y construcción de símbolos, durante casi 20 años AMLO fue, en el imaginario de mucha gente, el gran emblema de la resistencia popular y principal defensor de la soberanía nacional. Es de suponer que le dolió haber tenido que ir a Washington –su primer viaje al extranjero como mandatario–, a “darle las gracias”, al señor Trump. Prestarse a una burda maniobra electorera del presidente estadounidense más impopular en el mundo y en su propio país, debió ser un sapo muy difícil de tragar.
Pero, cosas de la vida, no lo dejo ver, ni por asomo, en sus aplausos al inquilino de la Casa Blanca.
Incorruptible y siempre digno. Honesto y valiente. Sí, seguro