Bandera principal del proyecto del señor Trump para Make America Great Again, el acuerdo comercial con sus dos vecinos nunca fue la llave mágica que haría de América del Norte la región más competitiva y mayor mercado del mundo. Tampoco es, por supuesto, la causa del fracaso económico del viejo modelo industrial con que Estados Unidos entró y salió de la Segunda Guerra Mundial.
Excusa perfecta para alborotar al segmento más atrasado de su sociedad –racistas, pobres y mínima escolaridad–, la ofensiva del presidente contra el TLC se convirtió pronto en un reclamo para desmantelar el modelo económico que permitió a la industria automotriz de Estados Unidos sobrevivir ante su pérdida de competitividad ante sus contrapartes en Europa y Asia. Por ello, al grito de ¡Revirtamos el déficit comercial con México!, el inquilino de la Casa Blanca pretende justificar su supuesta gran capacidad como negociador.
Con el reloj encima y un margen de maniobra cada día menor, el gobierno de México ha conseguido no desplomarse frente a la brutal desigualdad en la renegociación del acuerdo al que por un cuarto de siglo pretendió vender como estandarte de la modernización nacional.
Con el proceso desplazado más allá de la elección del candidato presidencial del presidente Peña, la mejor oportunidad en la mesa de los negociadores mexicanos parece ser el colocarse en el lado correcto de la historia, representar los intereses de su sociedad y esperar a que el señor Trump sea derrotado por las grandes fuerzas económicas que, desde Estados Unidos, crearon el TLC y fueron el motor principal de la Globalización, que al final del día es algo muy parecido al Nafta, pero muchísimo más grande.