César Romero
Medio siglo después de que el presidente de Estados Unidos declaró la “guerra contra las drogas” el resultado es un fracaso del tamaño del mundo.
Parte de un intento más o menos desesperado de detener el apetito libertario de buena parte de su propia sociedad, Richard Nixon creó, hace 51 años, una agencia antidrogas que, en los hechos, ha servido poco para combatir al narcotráfico y más como ariete favorito del más grosero intervencionismo alrededor del planeta.
Como ocurrió con la efervescencia prohibicionista de principios del siglo pasado, la penalización del consumo y comercio de sustancias ilegales fue el principal motor de crecimiento del gigantesco negocio del crimen organizado internacional. México, Colombia y el propio Estados Unidos son claros ejemplos de países con cárceles desbordadas de adictos y narcomenudistas, de violencia callejera extrema y de corrupción de autoridades a los más altos niveles.
Y todo, para nada. Si bien los niveles de consumo de sustancias prohibidas son menores a su pico histórico –a finales de los 70´s casi una tercera parte de la población estadounidense había consumido marihuana–, el surgimiento de las drogas sintéticas –mucho más poderosas que las de origen natural– ha producido muerte y descomposición social a niveles industriales.
Es en este contexto que la 67 sesión de la Convención de Naciones Unidas para las Drogas y el Crimen, celebrada en Viena hace unos días, representa una posibilidad de un verdadero cambio de paradigma: concentrar el esfuerzo global a la atención de un problema de salud pública y, si acaso, de valores.
Hoy que resulta bastante claro que la verdadera gran narco-serie debería filmarse dentro de un área geográfica de poco más de 10 millas: la Casa Blanca, el Capitolio, Pentagon City (la sede de la DEA) y Langley (la sede de la CIA), una gran mayoría de los 52 gobiernos que participaron en la reunión de la ONU (incluidos Estados Unidos y México) se posicionaron en favor de nuevo enfoque estratégico para atender el problema.
De aquel junio de 1971 –la infame “declaración de guerra” de Mr. Nixon–, a la fecha, al menos un par de generaciones hemos padecido las consecuencias de la visión obtusa que, en muchos sentidos, definió la era de la Pax Americana. Los casos son múltiples y repetitivos: Afganistán y la amapola, la región andina y hoja de coca, México y Estados Unidos y la marihuana. Eso y todas sus secuelas de podredumbre social, violencia, muerte y corrupción.
Difícil imaginar el México actual sin las consecuencias de la Operación Condor; sin la profunda crisis política provocada por el asesinato de un agente de la DEA; sin los tenebrosos acuerdos entre los carteles de las agencias de “seguridad” del Estado; sin la complicidad oficial ante la violencia criminal; sin los imperios “empresariales” levantados con dinero sucio.
Ahora que los grandes vientos sociales impulsan opciones integrales que ponen un mayor énfasis en los temas de salud relacionados con el consumo de narcóticos “peligrosos”, se presenta una oportunidad para que los gobiernos que hoy se encuentran de rodillas ante las mafias delincuenciales puedan recuperar territorios “perdidos”, ordenar sus cuentas y combatir, de a deveras, a la corrupción. Ojalá.