Quizá Vladimir Putin no es, como señaló la propia Hillary Clinton en su último debate presidencial, el titiritero que movió los hilos que llevaron a Donald Trump a la Casa Blanca. Quizá no sean cierto que James Comey, el último director del Buró Federal de Investigaciones no fue despedido por atreverse a investigar los lazos obscuros entre la campaña del candidato republicano y el equipo más cercano del candidato presidencial republicano con los círculos de espionaje del ex agente de la K.G.B. Quizá no son ciertas las revelaciones del propio Sergey Kislyak, embajador de Rusia en Washington, en el sentido de que el tristemente célebre Jared Kushner, esposo de Ivanka Trump, la hija mayor de Trump y principal consejero del nuevo presidente, busco construir canales secretos de comunicación entre la candidatura de Trump y el régimen del neo Zar ruso.
Quizá no es verdad que toda la dinámica del juego de poder en Washington D.C. se mueve de manera clara rumbo al juicio político contra Trump por su conexión rusa, a ocurrir en el instante mismo que los congresistas republicanos tengan que llegar a las urnas cargando el peso del desprestigio e impopularidad de la Administración Trump.
Quizá todo sea un espejismo creado por la perversidad de esas elites liberales que se resisten al proyecto de revolución de la America frustrada que llevo a Trump a la Casa Blanca. En cualquier caso, lo que parece inevitable, es que el gran ganador del nuevo balance del poder en Estados Unidos el ex imperio soviético que, con armas nucleares y hackers oficiales, ha sabido colocarse en el centro del nuevo gran debate Americano.