Por César Romero
Por supuesto que sigue siendo más peligroso que mono con cuchillo. De hecho, para sus villanos favoritos –Mexicanos, inmigrantes, mujeres, minorías religiosas, etcétera–, representa una amenaza incluso mayor que en enero pasado, cuando, con el puño hacia adelante, juró como el presidente número 45 de los Estados Unidos de América.
Sin embargo, bastaron cuatro meses para que quedara muy claro que Donald Trump es un personaje totalmente congruente consigo mismo: lo suyo es el circo. Como ha hecho desde hace décadas, el personaje vive de y para su ego. Ya sea como protagonista de un show de televisión, o desde la Oficina Oval en la Casa Blanca, ha sabido construirse como un espectáculo que acapara la atención mediática, prácticamente a cualquier costo. Si como candidato fue capaz de debatir sobre el tamaño de su pene, como presidente va de la mano con un ex agente de la KGB y no tiene empacho en traicionar países aliados o pisotear la ley.
Cuando le faltan 38 meses para que concluya su primer (¿?) mandato, Trump ha dejado muy claro su gran capacidad para generar grandes desastres; eso sí, grandes y muy espectaculares. En menos de 15 semanas ha generado un ánimo social que podría ilustrarse con un solo dato: Para buscar el termino “impeach Trump” Google necesita 0.59 segundos para ofrecer 20, 800,000 resultados.
Pero más allá de mostrar su naturaleza –que realmente nunca intentó ocultar—como personaje de la farándula, lo que ha ocurrido en Estados Unidos desde la noche del martes 8 de noviembre que fue declarado ganar de las elecciones presidenciales de su país, permite apreciar dos hechos realmente importantes: el final de la Pax Americana y el ocaso de Estados Unidos como la principal potencia económica del mundo.
“Democracia bananera”
Luego de poco más de un siglo de auto proclamarse como El Paraíso de la democracia y libertad, el vertiginoso acenso al poder del señor Trump, devela una realidad mucho más cercana a un sistema oligárquico en que las elecciones son un gran mercado en que los resultados se compran con dinero y gente como los hermanos Koch, u organizaciones como la National Rifle Asociation, o el propio Trump, pueden comprar cualquier cargo de elección popular.
Como bandera ideológica, la Democracia Americana fue un instrumento que permitió la expansión económica de Estados Unidos y lo que algún Papa llamó el capitalismo salvaje s su primer gran resultado, la globalización, justo la gran bandera contra la que Trump consiguió movilizar a los segmentos más atrasados de la sociedad estadounidense que lo tienen hoy como Comandante en Jefe de la fuerza militar más grande de la historia.
Hoy los medios y los expertos se dicen sorprendidos e inundan las pantallas con cualquier cantidad de explicaciones centradas en el carácter infantil y ególatra del Presidente de Estados Unidos. Si hubiéramos leído La Política, un libro que Aristóteles escribió hace 17 siglos, nos sorprendería menos la sobre valoración que hoy hacemos de conceptos como el de la democracia. Entendido por el pensador griego como “el gobierno de los muchos”, un escenario cuando “muchedumbres y turbas” tomaban el poder por asalto. Que, en el caso concreto de la elección presidencial estadounidense, sería –para colmo–, el gobierno “de los menos”, pues más millones de personas votaron en favor de la candidata derrotada.
Si la democracia moderna es un espectáculo, no debería sorprender demasiado que un payaso resulte vencedor.
Contradicción abierta con toda la retórica con que por más de un siglo Estados Unidos ocupó su fuerza militar para “llevar democracia y libertad” al resto del mundo, el triunfo mismo de Trump refleja la profunda crisis de un sistema político diseñado para un eterno empate entre dos partidos que, tanto el uno como el otro, le regresaron a Washington D.C. su condición original, la de ser un pantano en el que resulta casi imposible avanzar.
El verdadero muro: la realidad
Escondido únicamente para quién no lo quiere ver, el nuevo orden económico mundial gira alrededor de un nuevo sol: China. Aunque formalmente es un país comunista, China es definida por algunos como un país con un “capitalismo de Estado” y, en los hechos es ya, la principal potencia económica del mundo. La más grande y la que genera más riqueza.
Difícil de digerir para la mitad más pequeña de la sociedad estadounidense (esa que llevó a Trump a la Casa Blanca), el hecho de que Estados Unidos haya bajado a la posición dos en el ranking del poder económico global es una verdadera tragedia que debe ser revertida, por la vía militar e incluso –para el ala más extremista del equipo Trump–, por el camino atómico.
Justo porque el debilitamiento y desprestigio del nuevo presidente parece una clara tendencia hacia abajo, los riesgos que representa son aún mayores.
Si como candidato logro aplastar valores fundamentales de la historia misma del país –el reconocimiento a sus inmigrantes, la tolerancia ante diferencia de credo o color de la piel–, aún sin un mayor respaldo social, como presidente Trump es perfectamente capaz de favorecer todavía más las voces de odio, racismo y xenofobia. Hoy más que antes, tendrá la tentación de utilizar la violencia armada, sobre todo ante países débiles, para construir una percepción doméstica que lo proyecte como el gran personaje que él mira en el espejo.
Con problemas enormes de liderazgo dentro del mismo Partido Republicano y frente a la oposición actualmente sólida del Partido Demócrata, y confrontado incluso con las mismas estructuras de poder en los aparatos de justicia, sin mencionar su profundo desprecio por los periodistas, el señor Trump se ha ocupado en intentar victimizarse y, reforzando su ofensiva contra los grupos más vulnerables.
Por ello, el aumento, respecto al año pasado, de más de un 30 por ciento en las deportaciones –sobre todo de inmigrantes sin problemas con la justicia. Y también, como no tiene la fuerza para confrontar económicamente a China, insiste en sus amenazas de destruir el Nafta (su otra gran bandera favorita para desahogar la frustración de los grupos sociales que perdieron ante la globalización). En ambos casos, el verdadero muro con que se puede topar será el de la realidad. Sobre todo, la realidad económica.
El hecho es que la economía estadounidense necesita la mano de obra y talento de los inmigrantes. El hecho es que tanto Canadá como México forman ya parte de la enorme economía de América del Norte y romperla generará costos enormes, sobre todo para México, pero también para Estados Unidos.
A falta de un adulto en la Casa (Blanca), tendrán que ser los grandes factores de poder –empezando por Wall Street, el Poder Judicial y el Congreso– quienes levanten el muro de sensatez que evite que, en su caída, el señor Trump arrastre (aún más) a su país y, en mucho, al resto del mundo.