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Las razones de la guerra

César Romero

Moralmente infame, repudiable desde una visión humanista, la guerra es –sobre todo– un negocio.

“Hay tanto negocio en la destrucción como en la construcción”.

Como la recuerdo la cita es de Heathcliff, el protagonista de Wuthering Heights (Cumbres Borrascosas) el inmortal drama de amor desgraciado escrito en 1847 por Emily Brontë. Hacia el final de la versión cinematográfica de 1939, en el centro de un páramo helado y desbastado por el odio y la violencia, el atormentado personaje (interpretado por Laurence Oliver) reflexiona ante el trágico destino de su adorada Cathy (Merle Oberon).

Ahora, cuando los vientos de la ambición, el hambre de poder y la polarización extrema abren las puertas de un nuevo conflicto armado a gran escala, vale detenernos un momento para tratar de entender las razones de sus protagonistas.

Reconociendo que conflicto forma parte central de lo que podríamos llamar “naturaleza humana” y que la guerra ha sido la gran constante de la historia de nuestra especie, resulta bastante claro que el estallido en Ucrania no es una sorpresa o accidente, sino una respuesta cuidadosamente planeada por diversos actores.

Sin caer en la trampa de suponer que personajes como Adolfo Hitler, Benito Mussolini, José Stalin, o Slobodan Milosevic y ahora Vladimir Putin, hubieran sido los responsables únicos de sembrar odios ante entornos huecos y bobalicones, es evidente que las actuales dinámicas que tienen al mundo al borde de una nueva gran conflagración es una respuesta práctica a una serie de problemas en las mismas placas tectónicas de la estructura social y económica del mundo. Un ejemplo:

La abismal brecha entre “los one-percenters” que concentran riqueza y privilegios, versus el resto de la población mundial, sobre todo los varios cientos de millones de baby-boomers a quienes las últimas dos grandes crisis financieras (1999-2000 y 2008-2009) les reventaron sus sueños de una vejez de tranquilidad y lujos. He ahí la raíz principal del desencanto, neo-racismo, movimientos anti-inmigrantes y el crecimiento de propuestas populistas como las que encarnaron personajes tipo Trump, Johnson, Erdogan, Bolsonaro y tantos más.

Citando a un clásico local, la pobreza en sí misma difícilmente provoca las guerras, pues de ser así la mitad del mundo estaría en llamas. Cierto, sin embargo, también lo es que el capitalismo salvaje, el fanatismo y los sueños rotos contribuyen a crear campos fértiles para la polarización y las guerras.

Y la pista que no falla, la del dinero. En un contexto de frustración social y profunda reconversión económica (la condena al desempleo permanente de la mitad de los jóvenes del primer mundo), una guerra implica reactivación económica, tanto para destruir como para, luego, reconstruir.

Además de los cerca de 2 millones de millones de dólares que gasta anualmente la industria militar mundial –Estados Unidos representa más de la mitad–, la guerra en sí misma generará enormes beneficios para algunos pocos. Quizá comenzando Joe Biden, que encuentra en el conflicto armado con Rusia un claro salvavidas político a su liderazgo fallido.

Sin duda alguna, la guerra traerá aún más polarización. Los liderazgos, mientras más autoritarios, más ganarán. La propia dinámica interna de amplias regiones del mundo se transformará. Aunque no lleguemos al enfrentamiento armado directo entre tropas estadounidenses y rusas, la renovación del terror nuclear nos alcanzará a todos. Miedos y odios, los grandes pilares de un conflicto bélico, se convertirán en la nueva ola global.

Por absurdo que parezca desde un punto de vista moral –cómo si el “No Matarás” sirviera de mucho en nuestra América Latina sin guerra, pero ahogada en los ríos de sangre de la violencia criminal–, una nueva guerra “rescatará” de manera inmediata a la industria de los hidrocarburos. También a las grandes inversiones especulativas.

Al menos en el corto plazo, es probable que el principal ganador del nuevo escenario sea el propio Putin, el neo zar ruso. Con independencia de su capacidad logística para que la invasión a Ucrania se transforme en una ocupación de largo aliento, de un solo golpe pudo regresar el reloj de la geopolítica internacional a los tiempos de la Guerra Fría.

Brutal y doloroso recordatorio sobre la fragilidad del orden mundial actual –y todos los anteriores–, la nueva guerra acaparará los reflectores por algunas semanas/meses y luego pasará a formar parte de la “nueva normalidad”. En el camino provocará una especie de reactivación económica artificial a un costo inmenso: los cadáveres de una cantidad excesiva de personas inocentes, sobre todo mujeres, niños y civiles ucranianos.

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