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La ciencia devela los misterios del color en el arte

Omar Páramo / Erik Hubbard / Nycol Herrera / Victor Hugo Sánchez

En la película Las alas del deseo, de Wim Wenders, los ángeles pueden escuchar los pensamientos de la gente cual murmullos, sin embargo sólo ven en blanco y negro, mientras que las personas de carne y hueso son incapaces de oír la mente del otro, pero a cambio sus ojos perciben todas las tonalidades. Para observar eso que se le escapa por su condición celestial, el protagonista del filme —un ángel llamado Damiel— decide volverse hombre para así mirar, como nunca hizo antes, el mundo a color.

Para Abraham Villavicencio García, profesor en la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM y curador en jefe del Museo Franz Mayer, no es casual que el cineasta alemán eligiera nuestra capacidad de percibir colores como aquello que nos hace humanos, pues nuestra fascinación por ellos revela mucho —“quizá demasiado”— de nosotros mismos y nuestra cultura: desde por qué disminuimos la velocidad ante un semáforo, nos embelesamos frente a un cielo iluminado por fuegos artificiales o creemos que el verde, blanco y rojo, cuando van uno al lado del otro, significan identidad nacional.

“Los colores son una vía sensible que nos vincula al mundo y les hemos adjudicado valores ideológicos, religiosos e incluso devociones, vicios y virtudes. Pero en lo tocante al arte nos dicen mucho más, pues los pigmentos usados en un cuadro nos hablan no sólo de buen o mal gusto, o de un complejo entramado de intercambios económicos y culturales (como cuando los elementos con que los elaboraban eran exportados de sitios remotos y de difícil acceso), sino del espíritu de una época, por lo que los podemos usar, también, como marcadores cronológicos”.

Para dar voz a estas historias el Museo Franz Mayer, junto con los institutos de Física e Investigaciones Estéticas de la UNAM (a través del Laboratorio Nacional de Ciencias para la Investigación y la Conservación del Patrimonio Cultural, el LANCIC), analizaron los materiales presentes en 68 piezas creadas entre el siglo XVI e inicios del XX, todo ello con técnicas no invasivas, personal especializado y aparatos de última generación.

De esta manera fue posible revelar los relatos ocultos en los pigmentos de las obras integrantes de la muestra Los secretos del color, que permanecerá abierta hasta la última semana de febrero en el edificio que alguna vez fuera el Hospital de San Juan de Dios, ubicado frente a la Alameda Central.

A decir del escritor francés Michel Pastoureau, una de las personas que más ha indagado sobre el tema, “las historias del color —las pocas que hay— se limitan a los periodos más recientes y a asuntos artísticos. La historia de la pintura es una cosa y la de los colores otra, y juntas son mucho más vastas”.

Abraham Villavicencio es de una opinión parecida y por ello destaca que la muestra no se circunscribe a autores y técnicas artísticas, pues recorrerla es una invitación a reflexionar sobre por qué ciertos tonos exaltan determinados sentimientos, o a descubrir cómo se estructuraban las relaciones económicas y comerciales mucho tiempo atrás.

“Tomemos el ejemplo de la grana cochinilla, un pigmento local extraído de un insecto, el Dactylopius coccus, que crece en los nopales y del cual se obtenía un rojo carmín tan intenso como no se había visto en Europa y Asia, al menos hasta el siglo XVI. Fue el segundo producto que Nueva España exportó al mundo y muy rápido se volvió parte importante de los ingresos económicos que mantenían fuerte a la Corona Española”.

Dividida en cinco módulos (blanco y negro, verde, dorado, rojo y azul), la muestra ofrece un acercamiento novedoso a obras de las que parecía haberse dicho todo. Y es que gracias a los análisis efectuados podemos ser un poco como el ángel de la cinta de Wenders y posarnos ante objetos que creíamos conocer de siempre para, a partir de una nueva conciencia de los colores, observarlos con nuevos ojos, como no habíamos hecho jamás.

Bajo el microscopio

La idea de usar la ciencia para entender mejor lo artístico no es nueva, ya a inicios del siglo XIX Goethe escribía: “Finalmente entendí que a los colores, como fenómenos físicos, había que encararlos primero por el lado de la naturaleza si, con respecto al arte, se quería poner algo en claro sobre ellos”.

La profesora Elsa Arroyo, del Laboratorio de Diagnóstico de Obras de Arte (sede del LANCIC ubicada en el Instituto de Investigaciones Estéticas) fue una de las responsables de los análisis realizados a la colección del Franz Mayer. Para ella, el acercamiento entre científicos e historiadores del arte —ya propuesto por Goethe, pero que en la práctica resultaba escaso— está generando una revolución en lo que a este tipo de estudios se refiere.

A fin de analizar las piezas del museo los especialistas aplicaron, in situ, una batería de métodos que fueron del registro fotográfico a la reflectografía infrarroja (para conocer su estructura y estratigrafía), y tomaron muestras a ocho objetos (tan pequeñas como la cabeza de un alfiler) para llevarlas al laboratorio y determinar su naturaleza físico-química.

Estos trabajos dieron pie a una serie de descubrimientos sorprendentes, añade Abraham Villavicencio, quien destaca lo hallado en la obra La ceremonia de recepción del duque de Anjou en la Orden del Espíritu Santo, cuadro perteneciente a la colección Franz Mayer y muy parecido a otro que se encuentra en el Museo de las Bellas Artes de Grenoble, pintado en 1665 por Philippe de Champaigne bajo encargo de Luis XIV, el famoso Rey Sol.

“Las obras son tan semejantes que sospechábamos que la nuestra era una copia de la que se encuentra en Francia. Sin embargo, los análisis del LANCIC arrojaron que los cuellos de los personajes fueron coloreados con lapislázuli, un pigmento mucho más caro que el oro y que, además, era el sello de Champaigne cuando pintaba algún encargo para la realeza”.

Esta revelación —añade— es notable porque le da un sustento bastante sólido a la teoría de que la obra en resguardo del Franz Mayer es un modelli, es decir, el boceto presentado por el pintor flamenco a Luis XIV para ganar la comisión del cuadro en gran formato que hoy está en Grenoble. “Con base en esto nos hemos replanteado lo que sabemos de dicha pintura y hoy la consideramos una de las piezas maestras de nuestro acervo”.

Para la profesora Arroyo esto es sólo un ejemplo de lo que se puede lograr cuando se aborda el arte desde una óptica científica. “El estudio de la materialidad se ha constituido, por méritos propios, como un área con un enorme potencial para aportar información cuando hay pocos datos sobre una obra, cuando no conocemos quién la pinta ni de dónde viene. Trabajar en este campo es muy interesante porque es el objeto mismo el que ofrece respuestas a las preguntas que plantea la misma investigación”.

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