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La nueva guerra mundial

Como en los buenos circos, el gran espectáculo ocurre simultáneamente en tres pistas:

La principal es, por supuesto, la economía global. La cual representa poco más de 80 millones de millones de dólares anuales. En las últimas décadas su principal expresión ha sido una creciente inequidad en la repartición de semejante riqueza. La tajada del 1% más rico es cada día mayor.

La segunda pista de la disputa global por el poder y los recursos es, literalmente el campo de batalla.  En parte por la abrumadora superioridad militar de Estados Unidos versus el resto de los países (incluso juntos), en la actualidad se desarrollan apenas medio centenar de conflictos armados en diversos lugares del planeta. Y aunque suelen atraer los reflectores, en términos de violencia dichas confrontaciones generan un pequeño porcentaje de las muertes –alrededor de medio millón– que provocan las casi 900 millones armas de fuego que a nivel mundial están en manos de población civil.

 

La tercera pista somos nosotros, la inmensa mayoría de los seres humanos. En la abrumadora mayoría de los casos la disputa por conquistar las mentes y corazones de las personas ocurre en las pequeñas pantallas que tenemos frente a los ojos; en nuestros móviles. Más allá de las religiones y las ideologías, es en el terreno de la propaganda mediática donde el show de la vida cotidiana sucede.

 

La guerra de la información define tanto valores como aspiraciones de las sociedades y los individuos. En la era de la post verdad, las Fake news mandan.

 

El asunto no es nuevo. Seguramente la primera noticia falsa de la historia se registró cuando la serpiente engañó a Eva sobre las posibles consecuencias de probar la manzana del conocimiento. Lo nuevo, sin embargo, radica en que hoy, en los albores de la revolución digital, el alcance del uso de prejuicios y tecnologías como herramientas de engaño y manipulación puede ser mucho mayor.

 

Si la pluma es más poderosa que la espada…

 

Nadie debería sorprenderse de que “propaganda” sea considerada por muchos como una mala palabra; después de todo en su versión reciente se le asocia con Joseph Goebbels, ese perverso personaje encargado de difundir las verdades del Tercer Reich.

 

No tengo duda que su maquinaria propagandística fue por casi 100 años una de las principales fortalezas del Estados Unidos imperial. Hollywood definía valores y sueños, sus grandes periódicos, las noticias que “merecían ser contadas”. Mientras que la radio y la televisión funcionaban como una especie de espejo capaz de reflejar una realidad útil para estimular la venta cualquier producto.

 

Hasta que llegaron el internet y las “benditas redes sociales”.

 

Una de las principales diferencias entre el siglo pasado y el actual es la fuerza de la Social Media. En el nuevo mundo Facebook, twitter, Google se han convertido en inmensas plazas públicas –potencialmente de miles de millones de personas—en las que ocurren catarsis colectivas, debates, linchamientos y celebraciones. Todas funcionan a partir de lo que

los científicos sociales llaman “confirmation bias”, esto es, la confirmación de nuestros prejuicios.

 

Si los algoritmos fundamentales de las redes sociales sirven por igual para impulsar rebeliones sociales como la Primavera Árabe que para manipular elecciones (Brexit, U.S. 2016), por lo menos tendríamos que poner en duda el carácter “bendito” de dichas plataformas.

 

El twit del terror…

 

Para los clásicos de la ciencia política, la presencia de una prensa libre es una condición necesaria para que un régimen político pueda considerarse como democrático.

 

Concepto elaborado a partir de una visión un tanto idealizada del oficio periodístico –más Katherine Graham, menos Randolph Hearst–, la presencia de medios de comunicación independientes y profesionales en buena parte de los países no ha sido precisamente una realidad.

 

Como la retórica según la cual el American way of life, era una aspiración universalmente compartida que no llevaba al consumismo extremo y depredación ambiental, los paradigmas de los wonder years se han ido resquebrajando. El concepto mismo de democracia se ha devaluado y resulta bastante claro, sobre todo entre las generaciones más jóvenes, los efectos de un gran fastidio respecto al viejo orden.

 

En particular las industrias de la comunicación y la de la información han vivido grandes transformaciones; las cuales quizás podrían sintetizarse en una frase: hoy casi todo es digital.

 

“Internet es el mayor sistema para confirmar nuestros prejuicios. Las herramientas analíticas y de comportamiento y sus propios algoritmos están diseñados para darnos la información que queremos recibir, explica Richard Stengel, subsecretario de Información Pública del gobierno de Barak Obama.

 

En su libro más reciente, Information Wars, el también ex editor de la revista Time describe los embates del autodenominado Estado Islámico (ISIS), de Vladimir Putin y del propio Donald Trump para usar la información como un arma. Weaponization of information. Las estrategias y operaciones de desinformación son las nuevas armas en la disputa por el control de la narrativa pública que las distintas sociedades adoptan como verdaderas y, por ende, definen las percepciones principales sobre su realidad y destino.

 

“La desinformación no crea las diferencias, las amplifica”, asegura Stengel.

 

Líderes mediáticos

 

En el viejo mundo de la televisión se utilizaba una palabra específica para describir a una persona que –más allá de su apariencia física–, tenía la presencia, carisma adecuados para aparecer en pantalla: “retrata”, decían.

 

De los líderes políticos de las últimas décadas pocos han sido más mediáticos que Tony Blair, cuando fue primer ministro de Inglaterra. Sin duda, “retrataba”. Por ello resaltan sus palabras en una reunión de la agencia Reuters en 2007, poco antes de dejar el cargo:

 

“El mundo mediático se ha fragmentado y transformado debido a la tecnología… hoy el ciclo mediático es de 24/7, las noticias se cuentan en tiempo real”. Luego de confesar que una de las tareas principales de un gobernante es la de mantener el paso de los medios y declarase cómplice de sus fallas, cuestionó a los propios medios por su obsesión mediática por “los impactos”.

 

Y luego nos llamamos a sorpresa por personajes como Donald Trump.

 

En un entorno donde el ruido sustituye a los argumentos, en el que el factor emocional determina el lead de un noticiero, buena parte de los grandes medios tradicionales apostaron por otro de los rasgos centrales de esa industria: su capacidad de entretener a sus audiencias. Buena parte de ellos, por cierto, han logrado avanzar bastante bien dentro del acelerado proceso de conformación de enormes conglomerados de producción de contenido y su distribución a escala global.

 

A todo lo anterior, habría que añadir el anquilosamiento, la corrupción, falta de profesionalismo, pobre credibilidad, y modelos de negocios obsoletos que retrataban a la perfección a otro segmento importante de los viejos medios en más de un país.

 

Y, claro, llegó Trump a la Casa Blanca.

 

Figura del entretenimiento televisivo, capaz de cultivar y comercializar una imagen de sí mismo bastante caricaturizada del mega-millonario, el señor Trump demostró gran capacidad para brincar de escándalo a escándalo, casi siempre en su propio beneficio personal. Además de mostrarse como un campeón en el uso de la Social Media y los medios convencionales, supo capitalizar la frustración y enojo de grupos sociales que se consideran atropellados por el proceso de la globalización económica, usando a minorías –sobre todo migrantes y musulmanes–, como catalizadores del odio y racismo de parte de su base de apoyo.

 

El fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos. La vuelta en el péndulo de la apertura económica de las últimas décadas ha abierto la puerta –en nombre del rechazo al neoliberalismo—a liderazgos con rasgos populistas en diversas partes del mundo. Orientados a la derecha o la izquierda, se trata de figuras de apariencia fuerte, con muy buen manejo del escenario y capacidades (propias o rentadas), se levantar pulpitos de opinión pública desde los cuales asumen el control de la vida pública de sus países.

 

México por ejemplo. Seguramente sin haber leído a Wittgenstein, el presidente Obrador ha sabido dictar la agenda pública –al menos la mediática–, con una difusa retórica en torno a valores centrales como la honestidad, la justicia y la equidad. Mientras su talento natural, disciplina personal y los recursos a su disposición le permitan conducir la narrativa dominante en el país –no importa lo que digas, sino definir los temas de la de la conversación pública–, poco tendrá que preocuparse por la economía estancada, la violencia record o, siquiera, los misiles cotidianos de Mr. Trump.

 

Así, en el gran circo, la arena pública más llamativa es actualmente la mediática.  Nunca había habido más personas participando en ella. Nunca había sido más fácil acceder al conocimiento y también a las mentiras. El uso de las nuevas tecnologías –data mining e Inteligencia Artificial. por ejemplo–, tienen un alcance inimaginable hasta hace muy poco para construir narrativas capaces de definir el lenguaje mismo y la estructura de pensamiento de miles de millones de personas.

 

Aunque en una de esas, la tercera pista bien podría ser solamente la del entretenimiento. La de las distracciones, los juegos de espejos y las ilusiones ópticas. La pista de los payasos, esos personajes que hoy dan más miedo que risa.

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