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La voz del dinero y la voz del pueblo

 

César Romero

Después de la violencia, legítima o no, son dos las principales fuentes de poder en nuestro mundo: el dinero, generalmente expresado en ese difuso concepto de “los mercados” y el pueblo, el aún más vago término para referirse a la multitud de expresiones sociales que hoy tienen su principal espacio dentro de la llamada industria de la información y las comunicaciones.

Con más velocidad que en los siglos anteriores, durante las últimas dos décadas las voces del dinero y del pueblo han colaborado en la construcción de una narrativa bastante clara: aplaudir la concentración, en cada día menos manos, de una cantidad de recursos sin precedentes.  Esto, en paralelo a un período de notable avance científico y tecnológico que, como humanidad, ha generado importantes logros. Entre ellos, tener una mayor expectativa de vida.

Un par de noticias del momento –la develación de Los Pandora Papers y los recientes tropiezos del imperio de Facebook—arrojan suficiente luz para descubrir un quiebre en la reputación y la legitimidad de todo el sistema.

Vale la pena regresar un momento (dos párrafos) a la idea central del texto, las dos voces.

Es cierto que, en teoría, el ámbito de “lo público”, la sociedad/pueblo tiene su expresión central en un sistema político democrático y toda la serie de instituciones y reglas que conforman al Estado y su expresión terrena, el gobierno. Sin embargo, cuando en regiones enteras del orbe la impunidad criminal borda al 100 por ciento, la corrupción es la principal moneda en el intercambio social y el odio y la frustración crecen día a día, resulta claro que quienes más poder tienen son los dueños el dinero y aquellos con capacidad de construir narrativas dominantes a escala global.

A estas alturas de este “tiempo interesante” que nos toca vivir, resultaría poco más que ingenuo suponer que la Social Media, los grandes conglomerados mediáticos y otros productores de cultura de masas expresan de manera pura y auténtica los intereses de ese “pueblo bueno”, en cuyo nombre se alzan los predicadores del momento.

Si algo demuestran los Pandora Papers es que son los ricos y poderosos los primeros en violar la ley. En claro desmentido a la clásica retórica de “la gente bien” que atribuye a los mega-ricos genialidad, nobleza y superioridad moral sobre el pueblo llano, este trabajo periodístico evidencia a esas élites como simple delincuentes de cuello blanco. Claro, sin duda hay excepciones.

En menos de tres lustros –una eternidad en la era digital–, Facebook pasó de ser una especie de sueño romántico sobre la construcción una gran comunidad mundial en la que todas y todos seríamos amigos e intercambiaríamos caritas sonrientes y pulgares hacia arriba, a descubrirse como una formidable maquinaria para la manipulación de sus 3.5 mil millones de felices usuarios. Pues si el objetivo central es aumentar el valor de sus acciones, ¡poco importa magnificar la confrontación o minar la salud mental de las niñas y de los niños!

Desde al menos hace 5 años, la reputación del imperio que encabeza Mark Zuckerberg años se ha ido derrumbando. Aunque la voz del dinero le triplico su valor de mercado en los últimos tres años (ronda ya el millón de millón de dólares), casi todas las señales públicas apuntan en contra de mantener la condición monopólica del gigante creado por un puñado de nerds y que hoy sirve a los grandes fondos de inversión.

En otras palabras, para una buena parte del mundo Facebook dejó de cool, pero sigue siendo una mina de oro. Lo cual no puede durar.

Por supuesto que los grandes consensos sociales no se producen in vitro. A pesar del poder de gigantes como Hollywood y/o Netflix, la construcción de narrativas sociales es un proceso bastante complejo de creación cultural (visión de mundo) y en esta era digital implica la participación de grandes grupos sociales. Las audiencias todavía pesan.

Hoy que parecemos una especie de democratización del uso de la violencia (en algunos países hay más armas que personas) y que el “imperio de la ley” llega a ser una especie de fantasía, el poder del dinero y los grandes conglomerados que (de)forman las narrativas sociales enfrentan el desafío de ajustar su discurso a los distintos humores sociales en un negocio de escala global.

Si la creciente desigualdad económica y la evidente corrupción de las élites –además de la debilidad endémica de las viejas instituciones–, no son capaces de construir narrativas comunes sobre el futuro inmediato –como lo fue hace medio siglo la idea de viajar a la luna–, se abren las puertas al cambio. Para bien o para mal.

Es verdad que, sin el incentivo de ganancias y riqueza, muchos de los grandes avances recientes no habrían sido posibles. Crear la vacuna contra el covid, además de ser una hazaña, resultó en la producción de una mercancía; negarlo sería demagogia. Los científicos también merecen vivir bien. El capitalismo (salvaje) se convierte en un problema grave cuando el 1 por ciento de los más ricos tienen más recursos que el 70 por ciento de los más pobres.

 

Suponer que la fórmula china –capitalismo de estado–, o la rusa –el imperio de la corrupción—o el simple regreso al estatismo cardenista, será efectiva para corregir estas profundas fallas al sistema, sería otro pecado de ingenuidad.

 

El punto es que la legitimidad sí importa. Aunque muchas veces parece que el establishment será eterno, hay suficientes evidencias para reconocer que cuando la voz del dinero y la voz del pueblo no coinciden, el cambio es posible. Lo vimos en México, también en las revueltas feministas contra el machismo imperial del señor Trump. Lo estamos viendo con la transición de la era de los hidrocarburos a las energías renovables.

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