César Romero
El carnaval está a todo lo que da. Entre adivinos, merolicos y charlatanes el país se prepara para la madre de todas las batallas: “La elección más grande de la historia”. Como en circo de tres pistas, payasos, enanos, trapecistas y alguno que otro freak, hacen hasta lo imposible por captar la atención de El respetable. El ruido es ensordecedor y el dinero corre como agua en tormenta; por arriba y por abajo. Y no es para menos –pregonan los generales–, pues lo que está en juego es, ni más ni menos que “el futuro de la patria”.
¿Neta?
Obviamente no. De corazón espero que la sangre no llegue al río y que el lunes 3 de junio nos despertaremos con la asombrosa noticia de que, para bien o para mal, la jornada previa haya sido “any given sunday”, tal como lo cuenta Oliver Stone en su película del mismo nombre de 1999 (la escena cumbre entre Al Pacino y Jamie Foxx es imperdible).
Me explico: si somos capaces de entender la idea superior detrás del concepto democracia –unos llegan y otros se van, pero la vida sigue–, podremos aprovechar mejor las oportunidades que un proceso de sucesión presidencial representa para nuestro país.
Cierto que para Claudia o para Xóchitl y su gente más cercana, el resultado en las urnas representa muchísimo. Sobre todo, para los respectivos intereses que cada una de ellas ha decidido abanderar. También para las elites de los partidos que las postulan y el titipuchal de candidatos a otro montón de puestos. Incluso para una cantidad más o menos amplia de funcionarios y proveedores de gobierno. Pero para la inmensa mayoría de los mexicanos no será así. Solamente desde la ingenuidad suprema podemos suponer que la elección representa un cambio mágico e instantáneo para 127 millones de personas.
Por favor –lectora, lector–, no pienses que intento decir que la política no importa. Claro que sí importa. Mi punto es que, gane quien gane, el balance de fuerzas seguirá siendo más o menos el mismo que tiene al país dividido en, al menos, dos grandes bloques. Y por ende, ni el 3 de junio, ni el 1 de octubre sucederán los diversos milagros y/o apocalipsis que nos anuncian”.
Lo que subrayo es que, si atendemos a la experiencia de los procesos electorales del último cuarto de siglo, vamos a encontrarnos con que en México ya hay una competencia política real. De hecho, en tres de las cuatro últimas elecciones presidenciales la mayoría de los votos han sido a favor de la oposición (y en la otra, la diferencia a favor del candidato del oficialismo fue de medio punto porcentual). Por lo tanto, veo complicado un retroceso a los tiempos de las grandes aplanadoras y los “carros completos”.
Con todo respeto a la retórica de ambas candidatas, me parece más o menos evidente que en estas décadas sí ha habido logros importantes que reconocer, aunque la mayoría de ellos tienen más que ver con avances globales a nivel social y tecnológico, que con los méritos personales de nuestros mandatarios.
También seguimos teniendo grandes pendientes, por supuesto. Por ejemplo, el hecho de que las encuestas electorales siguen siendo, sobre todo, instrumentos de propaganda. Por ello, en lo personal prefiero ampliar a cinco semanas el periodo de “3 días de reflexión” que nos concederá el INE y así bajarle, aunque sea un poco, el volumen a la crispación matraquera que las campañas y debates provocan.
Tampoco me hago la ilusión de que el conflicto se esfumará de la noche a la mañana. Más bien, me parece que siempre ha estado y estará ahí, en la realidad. Deseo, eso sí, que vayamos aceptando la idea de que en el devenir de la historia humana los atajos difícilmente cumplen con las expectativas. En particular, en estos “tiempos interesantes” que nos tocó vivir.