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Obrador 2018-2024

Con la convicción de un cruzado, el presidente Obrador comenzará un gobierno que promete transformaciones de dimensión histórica. Su fuerza de despegue es incuestionable, aunque los riesgos que su proyecto representa también plantean desafíos formidables.

Convencido de que su rol en la Historia es el de encabezar la cuarta gran transformación de México, Andrés Manuel López Obrador supo aprovechar el paso del tsunami de la frustración y el descontento social que recorre el mundo.

Hombre de ideas básicas logró cosechar 30 millones de votos cuando supo centrar la narrativa pública en torno a la necesidad de atender un problema central del país, el creciente abismo entre los más ricos y los más pobres. Su principal propuesta ante esta realidad es aún más elemental: la promesa de combatir de manera frontal a la corrupción.  “Sobre aviso no hay engaño: sea quien sea, será castigado. Incluyo a compañeros de lucha, funcionarios, amigos y familiares”.

Visto desde la Ciudad de México, el contundente e inobjetable triunfo de AMLO en su tercer intento de llegar a la Presidencia, parece ciertamente un acontecimiento mayor. La llegada a Palacio Nacional de un personaje que por décadas se opuso a casi todos los proyectos modernizadoresde casi todos los gobiernos, es ciertamente relevante. Formado en la era de la presidencia imperial, el tabasqueño supo convertirse en un profesional de la protesta el activismo social y la negociación al límite. Desde las entradas a los pozos petroleros en el Golfo de México, hasta la Plaza de la Constitución y Avenida Reforma, siempre tuvo la habilidad para maniobrar contra El Sistema, esa maraña de reglas e intereses que tuvo el tino de bautizar como “la mafia del poder”.

Basta un momento de serenidad y un poco de perspectiva para reconocer el obvio paralelismo entre el caso de El Peje en México y el de Lula en Brasil.  No solo por su formación como lideres de masas, sus tres intentos por alcanzar el poder por la vía de las urnas, y sus principales propuestas políticas, sino también por las reacciones ante lo que ambos representan como hombres de poder de parte de las viejas instituciones y los dueños del gran dinero.

Y aunque el Lula del 2018 –encarcelado y manchado por el tufo de la corrupción cuasi natural al tipo de liderazgo que construyó–, seguramente no será retomado como modelo por nadie en el equipo del presidente electo en México, lo que sí resulta casi previsible es que, como sucedió al inicio del mandato de Lula en 2003,  ese 53 por ciento de votos a su favor, cuando asuma formalmente el cargo , el 1 de diciembre próximo, se convertirá en un nivel de aprobación abrumador, quizá alrededor del 80 por ciento.

Con un capital político al estilo de los buenos tiempos del viejo PRI –desde 1940 con Manuel Ávila Camacho a 1982 con Miguel de la Madrid–, AMLO comenzará a gobernar con la ambición abiertamente declarada de llegar a equiparar su movimiento con el de Miguel Hidalgo y la Independencia (1810-1822), el de Benito Juárez y la Reforma (1857-1872), y el de Francisco I. Madero y la Revolución (1910-1917).  Eso sí, todo ello en 5 años y 10 meses que es lo durará oficialmente su mandato.

Los retos principales

Hay ciertamente pocas dudas en torno al diagnóstico básico de la realidad mexicana de estos tiempos.  Los problemas principales son:

  • La inseguridad y falta de Estado de Derecho;
  • La corrupción;
  • La pobreza y la desigualdad económica;
  • El raquítico crecimiento económico de las últimas décadas;
  • El racismo, neofascismo y aislacionismo económico que promueve el presidente de Estados Unidos;
  • El deterioro ambiental y la necesidad de fortalecer las libertades democráticas y los derechos individuales.

Si bien no son todos, difícilmente habrá quién no incluya estos temas como prioridades a atender por el nuevo gobierno.

Concentrado en un mantra plenamente justificable –“primero los pobres” –, el candidato Obrador prometió tener una solución para todos los males, algo también entendible. En campaña, probablemente la más polémica de sus propuestas fue la difusa idea de la amnistía como la palanca central para detener la ola criminal -más de 200 mil muertes en los últimos 12 años–que azota al país.

A partir de la añeja hipótesis de que el crimen organizado no puede siquiera existir sin la impunidad producto de la complicidad o la incompetencia de las autoridades, y suponiendo que la historia del último siglo ha dejado una profunda huella de evidencias que sugieren una especie de padrinazgo del poder político sobre la gran mayoría de las actividades criminales, la oferta del nuevo presidente implicaría un verdadero cambio de paradigmas.

Y si bien se antoja impensable un escenario, al estilo colombiano, en el que los capos más celebres pudieran lavar sus culpas mediante un elaborado ritual político que implique negociar el perdón de sus víctimas –con o sin anuencia del Papa Francisco–, el propio contexto internacional favorece reconocer al tema de las drogas (todavía la primera fuente de ingreso de dinero sucio) sobre todo como un problema de salud pública, muy por encima de sus implicaciones delincuenciales.

Todo lo anterior, desde una retórica de recomposición del tejido social y atención a las causas profundas que llevan a los jóvenes sin esperanza a abrazar la subcultura aquella de “más vale un año de píe que 20 años de rodillas” como excusa para convertirse en sicarios.

Este nuevo posible enfoque –suponiendo que sea posible disminuir los niveles de corrupción, los estímulos del mercado al negocio de las drogas (mientras más prohibidas y escasas, más ganancia generan) –, según el propio AMLO generará una reducción de alrededor de un 30 por ciento en los niveles de homicidios en el país.

Los grandes riesgos

Probablemente más importante que ello, será lo que el presidencialismo reloadedque AMLO representa, podrá o querrá hacer para atender la profunda descomposición del aparato y las propias instituciones encargadas de la justicia en México. De aquella portada de la revista Timede los años 90´s que presentaba al Poder Judicial con un encabezado bastante elocuente –“nido de ratas”, seguramente es muy poco lo que ha avanzado México en ese terreno.

Ante esa realidad, por mucho que pueda avanzarse en materia de políticas sociales modernas (al estilo de los proyectos multifactoriales que pudieron romper el ciclo hereditario de la pobreza en lugares como Harlem o las propias políticas de la era Lula), resulta bastante poco viable pensar en un avance sustancial en materia de movilidad social.

Y aunque las visiones ideológicas que definen el mundo a partir de una visión basada en las diferencias de clases sociales aparecen únicamente en calidad de folclor discursivo entre algunos de los alfiles del nuevo presidente, en el escenario de que no se logre ese, “mínimo” 4 por ciento de crecimiento anual de la economía, que el presidente Obrador ofrece, no resulta impensable que las tentaciones de lucrar con el resentimiento social lleguen a ser una opción políticamente atractiva.

Claramente es demasiado pronto para poder intentar siquiera adelantar algún tipo de conclusión. Es mucho lo que falta por definirse. Desde el factor Trump y su primera encrucijada del próximo noviembre, hasta la madurez de los mercados internacionales para poder visualizar las grandes oportunidades de México como una potencia económica media, con un sólido mercado interno pudiera ofrecer.

Y por supuesto, esta por verse si es capaz de transferir su indudable carisma más allá del círculo intimo de sus seguidores, claramente asociados con una medianía bastante menos que honrosa. Eso, por supuesto, sin considerar las obvias razones detrás del rol obscuro que marcó a algunos de sus más cercanos colaboradores.

Después del 2024

Político profesional, perfecto ejemplo de lo mejor del viejo régimen (conciencia social auténtica), al día de hoy –julio de 2018—, parece imposible que el presidente Obrador sucumba a la más vieja tentación de los caudillos latinoamericanos: enredarse en el manejo de su sucesión. Su propia crítica a su héroe principal –Benito Juárez–, por haberse reelegido, parece un claro reconocimiento del valor profundo del principal logro del sistema político mexicano del siglo XX, la no reelección.

Sin embargo, a seis años de distancia, queda claro que la tentación de heredar el bastón de mando, difícilmente le es ajena. En sintonía con la moda global, su primera carta podría ser la de su propia esposa. Otra, seguramente, será la de la próxima jefa de gobierno, o la del canciller, con quién lo unen profundas deudas afectivas.

Formado en la cultura del esfuerzo, confiado más que nunca en que la tozudez que lo define ha sido la estrategia correcta, ante el veneno infalible de la adulación — infalible ante todos los liderazgos autoritarios–, es deseable que el presidente Obrador haya sido capaz de aprender las grandes lecciones que vienen con el fracaso. Que los tiene, y muchos. No tanto por él, sino, por citar a uno de los más viejos clichés de la liturgia política mexicana, de aquellos tiempos en que el destino de una persona era casi sinónimo del de la patria: “si le va bien al presidente, le va bien al país”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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